«Faber est suae quisque fortunae»

(Apio Claudio)

«Hinc tibi certandi bona parcendique uoluptas:

quos timuit superat, quos superauit amat»

(Rutilio Namaciano)

martes, 31 de marzo de 2015

De la protección de los intereses estrictamente individuales a la protección de los intereses colectivos

La tensión entre los intereses individuales y los colectivos viene de antiguo, y ya se puede detectar en las propuestas de organización política y jurídica que sirven de remota inspiración a los modernos sistemas occidentales de convivencia. En este sentido, Díez-Picazo contrapone la concepción individualista del Derecho Romano a la preeminencia de lo colectivo sobre lo individual que anima el Derecho Germánico.

No obstante, a los efectos expositivos que ahora nos interesan no es preciso acudir a tan lejanos antecedentes. Es suficiente con comenzar nuestra exposición con la Revolución Industrial y con reseñar que la protección jurídica brindada a individuos (personas físicas o jurídicas) y a colectivos, está íntimamente ligada con la concepción política predominante, y que hasta fechas muy recientes la relación entre ambas categorías ha sido dialéctica, es decir, la protección dispensada a una ha sido en detrimento de la otra.

Con la Revolución Industrial, hacia finales del siglo XVIII, se produce una transformación absoluta de las formas de producción tradicionales que hundían sus raíces en la Edad Media. De una economía de subsistencia, organizada en torno a un sistema gremial y a grupos sociales fuertemente estamentalizados, cuya adscripción venía determinada por el nacimiento (sistema de castas), se comienza una transición, inspirada e instigada por la emergente clase burguesa, hacia una sociedad liberal caracterizada por la supresión de todas las trabas que habían impedido hasta entonces a los individuos desarrollar todo su potencial. Nos hallamos, en consecuencia, en los albores de la sociedad conocida como del «laissez faire-laissez passer».

El impulso liberal, marcada y deliberadamente individualista, pretende suprimir todas las trabas inherentes al sistema corporativista hasta entonces imperante, desde el que se organizan tanto la vertiente política como la jurídica y económica de la sociedad, es decir, la propia participación política y la oferta de bienes y servicios, así como las que se establecen desde el propio Estado.

Se reputa aberrante la existencia de colectivos o entidades, con contadas excepciones, que se interpongan entre el Estado y el individuo. Repugna a la conciencia social predominante todo obstáculo a la circulación de bienes, considerando que la libre concurrencia de oferta y demanda, junto con la incentivación del egoísmo individual, conducirán a la prosperidad de las naciones y, por extensión, de los individuos (Adam Smith).

A diferencia de en el Antiguo Régimen, las relaciones jurídicas ligarán directamente a los individuos, iguales en derechos, sin la mediación de grupo social o ente alguno y, menos aún, del Estado, el cual se habrá de limitar meramente a establecer el marco jurídico adecuado para que se produzcan los intercambios y actuar como árbitro en caso de conflicto.

La manifestación jurídica de estos fenómenos políticos, económicos y sociales encuentra acomodo, en Europa, en el Código Napoleón, de 1804, el cual servirá como modelo de referencia e inspirador a todas las naciones que durante el siglo XIX afrontan el proceso codificador.

Tan fuerte ha sido la cristalización de esta concepción particularizada de las relaciones jurídicas, en las que el papel central se atribuye al individuo en tanto que al Estado corresponde el papel de mero árbitro que, sin necesidad de remontarnos a antecedentes más remotos, ello explica de por sí las fuertes resistencias que han debido ser vencidas durante el siglo XX hasta que han comenzado a ser atendidas, inicialmente, las peticiones de sujetos aislados en consideración a su pertenencia a un grupo (sea o no de consumidores) o a su integración en una asociación (de la índole que fuere: sindical, política, religiosa, deportiva, etcétera) y, posteriormente, las propias peticiones de la colectividad.

Para Lasarte Álvarez, es por ello lógico que la categoría de los consumidores y usuarios brille en los códigos civiles del siglo XIX por su ausencia, pues precisamente se tiende a suprimir todos los cuerpos intermedios entre el individuo y el Estado.

En el caso español, este contexto de exaltación liberal encontró reflejo, con cierto retraso si lo comparamos con otros países de nuestro entorno, en dos leyes decisivas en lo que ahora nos interesa: la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 y el Código Civil de 1889.

Los postulados liberales a los que nos hemos venido refiriendo en los párrafos precedentes entraron en una crisis que condujo a su quiebra de forma casi inmediata, pues se pudo constatar que la pretendida igualdad de las partes para relacionarse y contratar era pura entelequia, y que la libre oferta de bienes y servicios no era real, pues monopolios y oligopolios imponían, en una incipiente sociedad industrializada, ya hacia los comienzos del siglo XX, condiciones generales que los consumidores habían de aceptar forzosamente si efectivamente deseaban contratar.

En suma, la reaparición del Estado se muestra ineluctable para reequilibrar el sistema económico de intercambio de bienes y servicios, imponiendo, además de su inicial función consistente en el establecimiento de un marco para realizar las transacciones y una función meramente arbitral, unas condiciones mínimas en la contratación que garanticen los intereses de la parte más débil, con la finalidad de alcanzar un orden social justo.

La consecuencia principal de todo lo anterior ha sido, llegando ya a nuestros días y con el añadido del sobresaliente desarrollo de las nuevas tecnologías (la llamada por algunos Tercera Revolución Industrial, iniciada tras la Segunda Guerra Mundial), la multiplicación de los intercambios económicos hasta límites impensables tan sólo cincuenta años atrás, donde la autonomía de la voluntad se ve superada por la contratación en masa, impuesta por las grandes empresas a sus clientes, donde la situación de prepotencia de aquéllas sobre éstos queda plasmada en la imposibilidad de negociar caso por caso el contenido del contrato, resultando limitada la libertad del consumidor, simplemente, a contratar o no.

Es decir, las eventuales consecuencias dañosas derivadas de actos de un profesional o empresario, dado este estado de multiplicación y complejidad de las transacciones, habrán de afectar casi necesariamente a una multitud de personas, y creemos que no incurrimos en exageración si cuantificamos a la referida multitud en cientos de miles o en millones de personas en los casos más graves. En estas circunstancias, la tradicional protección de los derechos individuales, caso por caso y con alcance limitado a las partes contratantes, es insuficiente e ineficaz.

Este contexto constituye el caldo de cultivo para que los agentes sociales y económicos, tomen conciencia de la necesaria protección que se debe conferir a los consumidores, considerados como grupo. Así, debemos referirnos a la Carta del Consumidor de 1973, del Consejo de Europa, como primer hito en la construcción de un incipiente Derecho del Consumo. A continuación comienza a asumir responsabilidades en la materia la Comunidad Económica Europea (posteriormente, Unión Europea), y a partir de ahí numerosos Estados dispensan protección legal expresa al consumidor.

La sociedad actual espera del Estado una intervención en defensa de los intereses de los consumidores y usuarios, que puede consistir en la realización de campañas de divulgación, controles de calidad sobre productos, el control de determinados precios, a través de la exacción de impuestos o el establecimiento de subvenciones, entre otros medios, pero hoy día cobra fuerza la promoción de la defensa de los consumidores a través de las asociaciones de consumidores y usuarios, las cuales pueden facilitar una respuesta adecuada y eficaz frente a las conductas que infrinjan abiertamente o pongan en peligro los derechos e intereses de los consumidores.

Por tanto, tomada conciencia por los agentes sociales de la necesidad de proteger los derechos e intereses de los consumidores, como colectivo, establecido el marco jurídico-material de protección de los consumidores, articulados los derechos e intereses de éstos a través de las asociaciones de consumidores, en los últimos años se está cerrando el círculo de la protección de estos intereses colectivos mediante la posibilidad de que se ejerciten acciones procesales que afecten no sólo a los litigantes sino a la generalidad de los oferentes de productos y servicios de un determinado sector económico y a los consumidores que en concreto o abstracta y potencialmente puedan devenir perjudicados.


Tomado de «Las acciones colectivas como medio de protección de los derechos e intereses de los consumidores», López Jiménez, J.Mª., Diario La Ley núm. 6.852, 2 de enero de 2008.

sábado, 28 de marzo de 2015

Acercando la estrategia militar a la financiera

No es muy conocido el discurso de Emilio Botín pronunciado en la Academia General Militar de Zaragoza en mayo de 2011, en el que compartió, en una de las raras ocasiones en que lo hizo, la visión estratégica de Banco Santander, desde su nombramiento como presidente en 1986.

En el discurso, titulado «La estrategia de Banco Santander», se afirmó que los principios de este banco son muy «similares a los que inspira la estrategia y actuación de las Fuerzas Armadas». 

Botín identificó a su red comercial con el ejército, el cual se rige por la prudencia. En un tono castrense, mencionó su primera «ofensiva» en España (el llamado «plan Portilla»), consistente en la búsqueda activa de clientela, lo que se completó con la creación, con el máximo sigilo, de la «Supercuenta», revisando que la intendencia y la retaguardia actuaran al nivel esperado, analizando de antemano las posibles respuestas de los adversarios, cubriendo todos los flancos. 

El resultado de la «maniobra» no pudo ser mejor, aunque la gran «ofensiva» se lanzó en 1994, cuando Banco Santander pujó por Banesto, gracias a la convicción de que «para ganar hay que tener voluntad de vencer». 

También se refirió, en el proceso de internacionalización del banco, a la conveniencia de adquirir la mayoría del capital de otras entidades, para asegurarse «la cadena de mando y la unidad de dirección». El éxito de la implantación en América Latina se logró gracias a la «inteligencia», pues se disponía de los mejores equipos locales que aseguraban el conocimiento del terreno. Incluso, el banco logró anticiparse, una vez más, a circunstancias adversas, saliendo a tiempo de países como Venezuela o Bolivia, que no reunían las necesarias condiciones institucionales, incompatibles con los objetivos de la banca comercial. 

Por último, entre otros muchos símiles con lo militar, afirmó que las murallas del banco son las altas ratios de capital, que permiten resistir los «asedios» más fuertes.

Capacidad ofensiva, capacidad defensiva, cadena de mando, voluntad de victoria, intendencia, inteligencia, conocimiento del terreno, «blitzkrieg», retaguardia, asedio, murallas… Botín no dejó un elemento sin considerar.

Nos parece curioso el acercamiento entre la estrategia inherente a la dirección de un gran banco y la propia del ámbito castrense. Es curioso pero no resulta una tendencia tan infrecuente, pues grandes manuales de estrategia militar, como son «El arte de la guerra», de Sun Tsu, o «De la guerra», de Karl von Clausewitz, han inspirado una ingente cantidad de manuales de «marketing».

El ingenio de los grandes generales suele funcionar cuando con sus tropas se enfrentan de forma ordenada a otros generales que comandan ejércitos regulares de similar o inferior tamaño. Sin embargo, en la realidad financiera como en la guerra, estos enfrentamientos abiertos son cada vez más infrecuentes, y en las guerras de guerrilas que se van imponiendo hay que valorar muchos elementos que escapan del control de los estrategas. 

Además, en la guerra como en las finanzas, la pluralidad de frentes abiertos puede ser un lastre excesivo, por la necesidad de dividir los recursos y la potencia de fuego; a veces, la fortaleza reside en la autocontención y en el control de un terreno suficiente pero no excesivo, que sea defendible con relativa comodidad.

Pero algo de razón debía tener Emilio Botín, que de un banco de provincias puso a Santander en la «champions league» de la banca mundial.

jueves, 26 de marzo de 2015

La banca del futuro

La adecuada comprensión de la realidad, con todos los matices que esta admite, se puede reflejar en un puñado de ideas, que, debidamente sistematizadas y codificadas, pueden servir eficazmente como brújula y, de resultar necesario, para operar sobre aquella y tratar de alterar su curso (por supuesto, a mejor).

El filósofo Carnéades nos demostró, con su conocido palo sumergido en el agua que semejaba forma de serpiente, que la interpretación inmediata de la realidad, a falta de unas buenas lentes conceptuales, puede ser nefasta. El mismo Platón, con el mito de la caverna, nos recomendó tratar de huir de las apariencias en busca de sensaciones más elevadas y profundas.

Descocemos cuál ha sido la trayectoria de Yves Mersch (sin duda, indagaremos en ella), miembro del Comité Ejecutivo del Banco Central Europeo, pero la lectura de un reciente discurso pronunciado en París el día 10 de marzo de 2015, titulado «The future of banking – a Central Banker´s view», nos ha transmitido una buenísima impresión, pues en apenas tres folios se recogen reflexiones que prácticamente no dejan ninguna materia sin tocar, con buen sentido y visión totalizadora, en la que se mira por los usuarios bancarios, por las entidades, por la economía y por el bienestar general, hilvanando todos estos elementos pretendidamente repelentes y antagónicos con un sólido y convincente hilo argumental.

De entrada, Yves Mersch expone directamente la necesidad de una aproximación equilibrada, en la que deben caber la famosa «destrucción creativa» de Schumpeter, la protección de los consumidores y las funciones esenciales de los bancos al servicio de la economía.

Los bancos europeos se encuentran rodeados de una neblina de falta de certeza, de la que están saliendo tras resistir fuerzas disruptivas que les han asaltado por todas partes. Son tres los principales retos que han de superar:

     - Limpiar sus balances.

     - Resistir la nueva ola reguladora. Entre las novedades por venir, una de las que tendrán mayor impacto será la separación entre banca comercial y las actividades de «trading», lo que obligará a redefinir los modelos europeos de banca universal.

    - Superar los profundos cambios estructurales. A una banca por Internet que ya se está quedando corta, se le suma el nuevo impulso de la banca a través de teléfonos móviles, lo que provoca que las barreras de entrada en el sector estén cayendo. El monopolio bancario se empieza a desmoronar, como muestra la aparición de compañías que prestan nuevos servicios de pago (Paypal, por ejemplo). La iniciativa europea de crear una Unión de los Mercados de Capitales también debilitará a los bancos. La «banca en la sombra» («shadow banking»), aunque cuantitativamente limitada, ganará protagonismo en el préstamo directo a los agentes económicos.

El valor de los activos mengua y la rentabilidad decrece. Muchos bancos tienen costes de capital que exceden los retornos percibidos, sin que se espere una súbita subida de los tipos de interés que venga al rescate. Los bancos tendrán que regresar a los beneficios en un contexto de recuperación lenta con márgenes de tipos de interés deprimidos.

Tras los excesos, es deseable e inevitable un periodo de consolidación en el sector bancario. La carga regulatoria, que persigue bancos más resilientes cuya eventual caída no sea asumida por el contribuyente, queda justificada de sobra.

Mersch reitera que la «destrucción creativa», con sus efectos sanadores y beneficiosos, es necesaria en el sector bancario, pues genera competencia, condiciones mejores y precios más baratos en la prestación de servicios bancarios a los consumidores. Por ello, el regulador no debe limitar la aparición de nuevos operadores que compitan con los bancos, lo que se debe, por el contrario, incentivar. La Unión de los Mercados de Capitales repercutirá, del mismo modo, en el interés público.

A pesar de todo, de este proceso también se podrían desprender consecuencias menos agradables:

- Que la innovación sea a costa del consumidor. Los nuevos agentes, no supervisados, podrían desplegar conductas perjudiciales para los consumidores, y estas ser replicadas por los bancos regulados. Por ende, es exigible un equilibrio entre la innovación y la regulación.

- Que los préstamos concedidos por los bancos disminuyan en exceso. Los bancos tienen una función social vital en Europa, pues asumen riesgos en la concesión de créditos a las pequeñas y medianas empresas, que crean mucho más empleo que las grandes firmas. Esta función de los bancos en la canalización de los depósitos hacia el crédito es irreemplazable.

¿Cómo se podrían conjurar estos riesgos? Como acredita la doctrina, los bancos deben ser fuertes para poder prestar. La fortaleza requiere la revigorización de los modelos de negocio. Muchos bancos han desplazado su modo de hacer banca desde prácticas más arriesgadas y agresivas hacia el tradicional sector minorista y la gestión de activos. Se percibe, asimismo, una intensa reducción de costes. Pero, Mersch nos alerta, cortar gastos y desinvertir puede ser insuficiente para responder a los retos tecnológicos y las demandas de los clientes.

Los clientes del presente contactan con sus bancos por Internet y por teléfono móvil, lo que, como es natural, exige la previa inversión en plataformas digitales. Si estas expectativas de la clientela no se colman, se cancelarán cuentas y los bancos perderán una fuente barata de financiación. Mersch traza una clara ecuación: los clientes satisfechos (especialmente, los «tecnológicamente satisfechos») se mantendrán fieles a sus bancos.

La siguiente advertencia apunta hacia la consolidación bancaria, pues en Europa hay demasiados bancos. Hay que buscar concentraciones europeas, que, en ningún caso, se podrán escudar de nuevo, en cuanto a las entidades resultantes, en el «too big to fail». La Unión Bancaria es un acicate, con la unificación regulatoria, supervisora y resolutoria, para la aproximación de los bancos europeos. Los bancos fusionados tendrán una más amplia base de clientes, y mejores condiciones de capital y liquidez. Los retornos de la inversión y la innovación serán, sin dudarlo, mucho mayores, y se reforzará la función social consistente en prestar a las empresas más pequeñas.

Para concluir, Mersch se detiene en tres objetivos en los que habría que esmerarse:

- Superar definitivamente la crisis. Por ejemplo, mejorando el marco de la insolvencia de los deudores y acortando los plazos de los procesos.

- Reforzar las titulizaciones, que es el ámbito donde los bancos y los mercados de capitales se encuentran. Hay que recordar, precisamos, que los bancos se nutren de los depósitos de los clientes, pero también de los fondos captados en los mercados de capitales, a los que concurren no como prestamistas sino como prestatarios.

- Aliviar la carga regulatoria de los bancos, pues hay quien afirma que la inseguridad regulatoria restringe la concesión de créditos.

Yves Mersch finaliza su discurso transmitiendo la convicción de que Europa necesita bancos fuertes que sostengan su economía, lo que se conseguirá creando un entorno de bancos bien capitalizados, con mejor información, transparencia y regulación.

Suscribimos en su totalidad las palabras de Yves Mersch, que aglutinan ideas sencillas pero innovadoras y vigorosas.