«España
y la seguridad compartida para el Mediterráneo»
Málaga,
Acera de la Marina, 11 de noviembre de 2015
«La
crisis de deuda griega: repercusiones para Europa y el Mediterráneo»
El mundo pende
de un hilo.
De un hilo pende
el mundo.
De un hilo El
Greco, de un hilo Bach.
Persia de un
hilo; la luz de Platón.
Cuanto amas de
un hilo en cuestión.
«El mundo pende
de un hilo», Rafael Berrio (Paradoja)
1 Consideraciones generales sobre la
deuda pública y el quebranto de la soberanía estatal
La deuda pública y
privada, es decir, la que debe ser devuelta por los Estados, las empresas y las
familias, se ha desbocado en los últimos años. Buena parte de las
incertidumbres generadas y de los retos futuros guardan relación directa con la
deuda y su adecuada gestión, y de la debida satisfacción de los deudores y de
los acreedores.
Caruana (2014, pág. 1)
estima que más allá de la extendida y caricaturesca creencia de que la crisis
se originó a causa de los «reguladores soñolientos, los banqueros codiciosos y
los prestatarios de alto riesgo irresponsables», a dicho origen y a la lenta recuperación
ulterior se le deben añadir otras concausas, como la ausencia de una adecuada
integración de las finanzas en la economía (y en la política económica), y,
precisamente, el papel jugado por la deuda privada y pública o la magnitud de
los canales del contagio. Los inadecuados incentivos para asumir riesgos y para
la infinita expansión de las finanzas, y las limitaciones institucionales del
sistema monetario internacional tampoco se deben subestimar.
En el informe publicado
en febrero de 2015, la consultora McKinsey cuantifica la deuda mundial y muestra
algunas pautas acerca de su evolución futura.
La deuda ha seguido
creciendo en casi todos los países, tanto en términos absolutos como en
relación como con el PIB, lo que genera riesgos en algunos de ellos y limitaciones
a las expectativas de crecimiento en muchos otros. En particular, la deuda
global se ha incrementado desde 2007 en 57 billones de dólares.
De este aumento, 25
billones de dólares corresponden a deuda pública, con perspectivas de seguir
creciendo, lo que abre el debate sobre las medidas a tomar (venta de activos
públicos, pago de impuestos extraordinarios ad
hoc, implantación de programas de reestructuración más eficientes). Los
Estados más desarrollados se han endeudado fuertemente para financiar rescates
públicos y privados durante los años de crisis, y para mantener, dentro de lo
posible, la demanda durante la recesión.
En cuanto a la deuda
privada, en las naciones más afectadas por la crisis (Estados Unidos, Reino
Unido, España e Irlanda) la deuda se ha reducido, pero en muchos otros no ha
parado de crecer, lo que obligará a adoptar medidas (contratos de préstamo más
flexibles, procedimientos de quiebra personal más claros, estándares para la
concesión de créditos más estrictos).
Especial intensidad ha
ofrecido el incremento de la deuda de China, impulsada por el crédito
inmobiliario y el desarrollo de la banca en la sombra; de una deuda de siete
billones de dólares en 2007 se ha pasado a otra de 28 billones a mediados de
2014.
En suma, para McKinsey,
la deuda es una herramienta esencial para el desarrollo económico, pero el
proceso de su creación, uso, seguimiento y reestructuración debe ser mejorado.
Gráfico:
Incremento de la deuda global desde 2007 y relación con el crecimiento del PIB
Fuente:
McKinsey Global Institute (2015)
La deuda global, pública y privada, en diciembre de
2014, asciende a 199 billones de dólares (un 286% del PIB mundial). De estos
199 billones de dólares, 40 billones corresponden a las familias, 56 billones a
las empresas, 58 billones a los Gobiernos y 45 billones a deuda financiera.
La relación deuda total/PIB
es especialmente elevada en algunos Estados, como Japón (517%), España (401%),
China (282%) o los Estados Unidos (269%).
Retomando el hilo, en
particular, del endeudamiento público, este es esencial para el desarrollo de
la economía mundial, pero, en exceso, puede ser desestabilizador, en diversas
formas.
Por ejemplo, la
dependencia excesiva de un Estado en relación con otro como efecto de la
concesión de crédito, como advirtió Kant en «Hacia la paz perpetua» (1795),
puede ser peligrosa, pues el «crédito bueno», destinado a inversiones
productivas, se puede convertir en instrumento de presión y dominación en el
ámbito político:
«No debe emitirse deuda
pública en relación con los asuntos de política
exterior. Esta fuente de financiación no es sospechosa para buscar, dentro o fuera del Estado, un
fomento de la economía (mejora de los caminos, nuevas colonizaciones, creación
de depósitos para los años malos, etc.).
Pero un sistema de crédito, como instrumento en manos de las potencias en su
lucha entre ellas [...] es un poder económico
peligroso [...]».
Un Estado soberano
también puede quedar a la merced de sus acreedores privados, como refrenda, por
ejemplo, la controversia de Argentina con los llamados «fondos buitre». La crisis
de la deuda
pública argentina en
2014 ha mostrado
cómo el comportamiento oportunista de algunos
tenedores minoritarios de deuda (los referidos «fondos buitre») ha puesto
en jaque
a este país,
al ser acogidas
sus pretensiones por
los tribunales de
los Estados Unidos, con una
posible extensión de efectos a otros deudores, incluso a los que, años atrás,
accedieron voluntariamente a canjear la deuda emitida por otra de diferentes
características (se puede profundizar en López Jiménez, 2015).
La pérdida de
protagonismo de Occidente, relacionada, en un juego de suma cero, con el auge
de otras potencias, implica un giro en la preeminencia europea que ha
permanecido indiscutida durante los últimos 500 años. Sin duda, los actuales
deudores se asemejan a siervos y sus acreedores a señores, en una tendencia
fraguada, afortunadamente, a base de «poder blando».
Este declive, en
opinión de un historiador como es Niall Ferguson (2013) parece descansar, en
efecto, en la excesiva deuda occidental, tanto pública como privada. El
esfuerzo por amortizar deuda mediante un mayor ahorro, con su efecto negativo
en la demanda agregada, ha llevado a los gobiernos y bancos centrales a emplear
estímulos fiscales y monetarios inéditos en tiempos de paz. Las economías
endeudadas, en las que la desigualdad es creciente, solo tienen tres opciones:
aumentar la tasa de crecimiento por encima del tipo de interés de la deuda,
incumplir sus compromisos de pago, o saldar deudas mediante la depreciación
monetaria y la inflación. Ninguna de ellas parece estar al alcance de las
economías occidentales. La montaña de deuda
occidental necesitaría, para ser superada, una fuerte innovación tecnológica o
una provechosa expansión geopolítica. No parece que ninguna de estas
alternativas vaya a cuajar.
Para Ferguson, una de
las claves de la primacía europea ha sido el surgimiento, hacia finales del
siglo XVII, coincidiendo con la Revolución Gloriosa, del prestatario soberano.
El Estado inglés pudo pedir prestado a una escala antes inconcebible debido al
hábito de los soberanos de suspender pagos o de gravar o expropiar
arbitrariamente a sus súbditos. En los siglos XVII y XVIII se acumuló
rápidamente deuda pública sin que se incrementaran los costes de la
financiación, sino todo lo contrario. En 1815, la deuda pública inglesa llegó
al 160% del PIB. En el siglo posterior a Waterloo se pudo reducir la deuda
gracias al crecimiento sostenible y a los superávits presupuestarios primarios.
Sin impago o inflación, Inglaterra pasó a dominar el mundo.
En el mundo de los
comienzos del siglo XXI, concluye Ferguson, hay dos tipos de economías: las que
tienen enormes acumulaciones de activos, incluidos los fondos soberanos y las
reservas de divisa fuerte, y las que están muy endeudadas (sobre el nuevo rol
de los fondos soberanos, véase López y Coronas, 2013a y 2013b).
No sin resistencias, en
los últimos años se han consolidado posiciones según las cuales el déficit
público y la deuda pública, siendo admisibles, no deberían superar ciertos
umbrales. Un claro ejemplo lo hallamos en el Pacto de Estabilidad y
Crecimiento, en el ámbito de la Unión Europea, que establece un límite del
déficit público del 3%, y del 60% para la deuda pública, en relación con el PIB.
¿Por qué estos límites
y no otros? Seguramente no existan umbrales objetivos aplicables a todos los
casos. La polémica suscitada a propósito de los estudios sobre la deuda pública
de diversos países y su evolución histórica realizados por Reinhart y Rogoff
(2009) y sus supuestas deficiencias metodológicas acredita cómo se pueden
caldear los ánimos al poner la raya de lo aceptable o de lo odioso más arriba o
más abajo. Para Reinhart y Rogoff la línea que separa el bien del mal está en
una deuda pública que supere el 90% del PIB, que generará efectos demasiado perniciosos
para el Estado emisor y limitará su crecimiento.
Stiglitz, en otra obra
tampoco exenta de controversia, expone en «El precio de la desigualdad» (2014),
que a lo largo del siglo XIX y buena parte del siglo XX los países
«sobreendeudados» eran los pobres que debían dinero a los bancos de los países
ricos, los cuales tenían que hacer frente a invasiones militares o al uso de la
fuerza en caso de incumplimiento («default»), como ocurrió en Méjico, Egipto o
Venezuela. Tras la Segunda Guerra Mundial la función de presión sobre los
deudores se trasladó al Fondo Monetario Internacional, pues «los países cedían,
a todos los efectos, su soberanía económica a un organismo que representaba a los
acreedores internacionales».
Lo cierto es que hemos
sido testigos de la aplicación de recetas reservadas tradicionalmente a los países
en vías de desarrollo a otros presuntamente sólidos y avanzados, como Grecia,
Irlanda, Portugal, Chipre o, con menor intensidad, nuestro propio país, cuyo
sistema financiero fue rescatado en 2012. La separación entre países
industrializados y Estados fallidos nunca ha sido tan difusa.
Quizá nos encontremos ante
el socavamiento de los mismos pilares del concepto de soberanía, que, en el
siglo XVI, fue definida por Jean Bodin, de forma grandilocuente, como el poder
absoluto y perpetuo de una república.
Otras manifestaciones
de esta mayor igualdad entre los Estados soberanos y los mercados son la
degradación de las calificaciones crediticias de la deuda pública por las
agencias de calificación, con lo que esto supone de encarecimiento en
posteriores emisiones. Hasta ahora era impensable que un Estado pudiera
quebrar, pero parece un riesgo real que, en algún momento, un Estado no sea
capaz de cumplir sus obligaciones de pago y se adentre en el túnel de los malos
deudores y, quién sabe, si en el limbo de los Estados fallidos.
Es por ello que causa
consternación contemplar la caída de Estados como Grecia, Irlanda, Portugal o
Chipre, llamados en principio, al menos dentro de sus respectivos territorios,
a ejercer un poder «absoluto y perpetuo» pero que no son ni tan siquiera viables
financieramente, y quedan sometidos al dictado de los mercados, de sus socios y
al de otras instancias internacionales, perdiendo todo vestigio de autonomía
para actuar y decidir por sí mismos.
Sin duda, no solo las
guerras aceleran el tiempo histórico, sino que las situaciones de crisis
también lo hacen (Vidal y Alonso, 2015). La crisis de deuda pública occidental
de comienzos del siglo XXI, que ha golpeado en primer lugar en el mismo ombligo
de la cultura europea, así lo atestigua.
2 El drama griego
Grecia es un país
pequeño, con 130.000 kilómetros cuadrados y unos 11 millones de habitantes. Su
PIB en 2013 era aproximadamente de 240 millones de dólares.
El país heleno ha
coronado a nuestro continente con su propio nombre, lo que nos obliga a
remitirnos a la mitología y a referir el «rapto de Europa», una bella princesa
fenicia de la que Zeus se encaprichó y a quien, convertido en toro blanco, embaucó
para que se subiera a su lomo, para antes de que ella pudiera reaccionar lanzarse
al Egeo y llevarla hasta Creta.
Obviamente, la
importancia de Grecia va mucho más allá de su —limitado— poder económico o
político, incluso del militar, como primera línea de contención en la siempre
«caliente» frontera europeo-asiática, en
el otro extremo del Mediterráneo.
Polis, hombres libres,
ciudadanos orgullosos y altivos, equilibrados a la hora de defender lo privado
y lo público, que, milagrosamente, no sucumbieron milenios atrás al empuje
uniformador asiático y preservaron, primero geográficamente y después
idealmente, lo que hoy día es Europa, que, sin duda, no es una zona geográfica
delimitada sino una forma de ser universal y abierta, a pesar de sus muchos y
evidentes yerros.
Acaso sea este bagaje
cultural e intelectual, esta simbología, el que permitió la adhesión helena a
las Comunidades Europeas en 1981, y la incorporación al euro (otra alusión,
ahora monetaria, al clásico genio griego) en el año 2001.
Han sido necesarios
tres rescates del Estado griego para que este pueda seguir siendo viable. El
primero, en 2010, que le reportó ayudas por importe de 110.000 millones de
euros; el segundo en 2012, por valor de 130.000 millones de euros [previa quita
a los acreedores privados del 53,5% del valor de la deuda —106.000 millones,
quita que ha sido ratificada por la sentencia del Tribunal de Justicia de la
Unión Europea de 7 de octubre de 2015 (asunto T-79/13) —]; y el más reciente,
en 2015, por unos 86.000 millones de euros.
Cada uno de estos
rescates ha tenido sus contrapartidas, generalmente vía recortes de gasto
público en detrimento de los ciudadanos, con el fin de que los efectos
beneficiosos se dejen sentir en el medio plazo.
El último acto, en
2015, de este verdadero drama, no solo para los griegos sino para todos los
europeos, que nos representamos el mundo en prácticamente todas las facetas, como
decíamos, gracias en buena parte al pensamiento clásico helénico, se ha
desarrollado como en las mejores tragedias. Dudamos de que Eurípides, Sófocles
o Esquilo hubieran mantenido con tanta tensión y maestría el pulso narrativo,
estremeciendo tan profundamente las entrañas del público, casi tan perceptibles
y palpitantes como las de un Prometeo encadenado.
Sobran los argumentos
superficiales, los evidentes yerros, el maniqueísmo, la apelación a buenos y
malos, a la ética y a las lecciones a dictar a unos por otros. Estamos donde
estamos, y lo único de lo que no dudamos es de que Europa no se entiende sin
Grecia, ni Grecia sin Europa, y que, agotada la estructura del drama, ya han
pasado la presentación y el nudo y nos encontramos cerca del desenlace, con una
moraleja final que podría tener efecto reflejo en otras tramas similares en
curso (la italiana, la portuguesa, la española…), con efectos potenciales igual
de deletéreos.
El problema griego ya
no es una cuestión puramente nacional o periférica, sino que su resolución
implica a la Eurozona y al conjunto de la Unión Europea (Fernández Llera,
2015). Como muestra este autor, la estructura de gastos e ingresos públicos en
Grecia, tomando como referencia 2013, es singular por varias razones. La
primera, los elevados costes relacionados con la carga de intereses y
amortizaciones de deuda, y las cuantiosas ayudas directas al sector financiero,
lo que deja escaso margen para el gasto en protección social. La segunda, los
elevados gastos en defensa nacional, con respaldo, pretendidamente, en motivos
geoestratégicos, pero que resultan cada vez menos justificables en el marco de
la política de defensa común de la Unión Europea y de la incardinación en la
OTAN.
Son numerosas las voces
autorizadas que consideran que la deuda griega es excesiva y necesita ser
reestructurada (véase Eichengreen, Allen y Evans, 2015). El mismo Fondo
Monetario Internacional (2015) ha dedicado estudios específicos a la
sostenibilidad de la deuda griega. En cualquier caso, esta hipotética
reestructuración en forma de quita habría de ir asociada a profundos programas
de reformas, y todo ello ir acompasado en el tiempo.
Lo cierto es que cada
uno de los tres programas de asistencia financiera ha aparejado enormes
sacrificios para una ciudadanía griega muy castigada por la crisis, a la que se
ha pedido cada vez mayores esfuerzos sin un horizonte claro de obtención de beneficios,
como contrapartida, en el corto plazo. El debate entre la aplicación preferente
de medidas de austeridad o de incremento del gasto público ha adquirido
especial significación en un país como Grecia, una de los primeras naciones
occidentales a las que se han importado las «terapias de choque» aplicadas por
el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, por ejemplo, en los países
latinoamericanos o africanos.
Esto ha generado que
los votantes hayan conferido su voto, mayoritariamente, a una coalición de
partidos de izquierda (Syriza). La crisis de 2015 que ha antecedido al tercer
rescate ha venido rodeada de una viva polémica y de una elevación del tono, que
ha conducido a que se planteara en referéndum al pueblo heleno la decisión de
en qué términos se había de negociar con la Troika (Comisión Europea, Banco
Central Europeo, Fondo Monetario Internacional, acompañados por el Mecanismo
Europeo de Estabilidad) el tercer programa de rescate.
Por momentos, especialmente
tras el respaldo del pueblo heleno a la tesis defendida por su Gobierno para
rechazar los términos de la oferta de la Troika, ha llegado a parecer que una
salida de Grecia del euro, e incluso de la Unión Europea, era una opción real,
aunque la presión política, y la de los mercados, ha servido para reconducir la
situación y alcanzar un cierto aunque delicado equilibrio. En agosto de 2015,
con cesiones recíprocas, se aprobó el nuevo programa de ajuste macroeconómico
para Grecia, como prerrequisito para acceder a nueva ayuda financiera. La
hipotética salida de Grecia del euro habría tenido efectos desconocidos pero,
con toda probabilidad, devastadores para Europa.
Se ha llegado a
plantear que esta ola de cambio político comenzada en Grecia pueda llegar, no
se sabe si como «tsunami» o de forma más atenuada, a otros países en apuros,
como puede ser el nuestro. En un informe fechado a 16 de julio de 2015, es
decir, varios meses antes de las elecciones generales españolas, J.P. Morgan ha
vaticinado como escenario central que la derecha conservará el poder, en una
gran coalición con la izquierda tradicional o en un gobierno minoritario con el
partido de reciente creación «Ciudadanos».
Las figuras del primer
ministro griego, Alexis Tsipras y, sobre todo, de quien fue Ministro de
Finanzas, Yanis Varoufakis, han encarnado esta oposición.
Pocos personajes han
despertado tantas adhesiones y rechazos, y tan intensos, como Varoufakis, de
quien, a pesar de todo, hay reflexiones que merece la pena considerar, contenidas,
fundamentalmente, en su obra «El Minotauro Global». Este libro tiene un punto
de arranque bien sencillo: el hegemón
resultante de la Segunda Guerra Mundial,
los Estados Unidos, consolidó su rol estelar,
por primera vez en la Historia mundial, aumentando
su déficit adrede. De este hecho resultó
la financiarización de la economía global que vino a reforzar este «reinado» y
plantaba las semillas de su futura ruina. La crisis griega, la española o la
italiana no son más que un síntoma del cambio de tendencia general, de la
herida de muerte del minotauro y del vacío de poder creado tras su pérdida de
vigor, en tanto su lugar no sea ocupado por un sustituto.
Igualmente, en este
libro se señalan otros elementos que coadyuvaron a que se desataran todos los
males: el neoliberalismo de Reagan y Thatcher, la designación de Alan Greensan
como presidente de la Reserva Federal (y, previamente, de Paul Volcker), el
papel desempeñado por los organismos reguladores —y el rol cardinal de la
norteamericana Ley Glass-Steagall en los años de la Gran Depresión— y por las
agencias de calificación crediticia, los derivados, la innovación tecnológica y
financiera, la codicia, las «prácticas casi criminales y con productos
financieros que cualquier sociedad decente tendría que haber prohibido», las
primas de los banqueros de inversión, el origen americano de la crisis y su
contagio a Europa...
Concluye Varoufakis que
cuanto más alto vuela el sistema capitalista, «más se aproxima al momento de su
propia ruina, de forma muy parecida al mítico Ícaro. Después, tras el “crash” (y
a diferencia de Ícaro), se levante del suelo, se sacude el polvo y vuelve a embarcarse
en la misma ruta una y otra vez».
Como decíamos, el 19 de
agosto de 2015 el Consejo Europeo aprobó la Decisión referente a los ajustes a
aplicar por el Estado griego para recibir el rescate, que no se alejan de los
dos programas anteriores, o de los de otros países en situación análoga:
sostenibilidad fiscal, salvaguarda de la estabilidad financiera, refuerzo de la
competencia y el crecimiento, y modernización del Estado y de la administración
pública. En cambio, en esta ocasión se ha prestado especial atención al impacto
social del programa, y se han habilitado medidas complementarias de apoyo para
tratar de absorber los efectos más perjudiciales para los más desfavorecidos
(Comisión Europea, 2015).
Sin embargo, más
indirecta que directamente, hay que reconocer que la institución que quizás
haya hecho más por la integridad europea sea una que no tiene este fin entre
sus atribuciones: el Banco Central Europeo. Hay que recordar que a la Historia
ha pasado la frase pronunciada por el Presidente del Banco Central Europeo,
Mario Draghi, cuando, el 26 de julio de 2012, en pleno ataque especulativo
contra la deuda pública española e italiana, y, por consiguiente, a la moneda
común, consiguió equilibrar de nuevo la «guerra» latente entre los Estados
europeos y los mercados: «Within our mandate, the European Central Bank is
ready to do whatever it takes to preserve the euro. And believe me, it will be
enough». Al son de estas palabras sanadoras, y a la promesa de compra ilimitada
de deuda pública por el Banco Central, que ni siquiera se hubo de materializar,
la percepción del riesgo se comenzó a suavizar.
El Banco Central
Europeo también ha desempeñado un papel crucial, pero muy prudente, dotando de
liquidez a los bancos helenos en los momentos de mayor tensión y retraimiento
de los mercados, coincidiendo con las fases más agudas de la crisis griega de
2015.
En este contexto se ha
producido un hecho singular, como el aproximamiento, previsible, por otra
parte, de Rusia a Grecia, para ofrecer ayuda en diversas formas, lo que abre
nuevos interrogantes, quizá por la propia desidia o falta de interés mostrada
por los socios europeos, en una zona extraordinariamente compleja desde el
punto de vista estratégico y geopolítico, en la que convergen diversas tramas
de alto voltaje (la turca, la chipriota, la iraní, la siria, la israelí, la de los
países de la «Primavera Árabe»…).
La crisis griega de
2015, la tercera en un lapso de cinco años, parece haber quedado neutralizada
hacia agosto de 2015. Precisamente, la Asamblea de la Organización de las Naciones
Unidas ha aprobado en septiembre del mismo año unos «Principios Básicos sobre
Procesos de Reestructuración de Deuda Soberana de las Naciones Unidas», que
carecen de fuerza vinculante pero que pueden representar un importante paso
adelante para futuros procesos de alivio de deuda pública, en un mundo, como
hemos mostrado, extraordinariamente endeudado. Los acreedores quizás deban
tomar conciencia de que no merece la pena someter a perpetuidad al deudor, y que
razonables estándares de bienestar material del deudor permitirán la
recuperación del capital prestado, lo que vale tanto para deudores privados
como públicos.
En concreto, estos
principios son, en síntesis, los siguientes:
- Derecho de todo Estado a determinar su
política macroeconómica sin injerencias externas.
- Deber de buena fe/cooperación del deudor
y del acreedor.
- Transparencia.
- Imparcialidad e independencia.
- No discriminación, en general, entre
acreedores.
- Respeto a las inmunidades de
jurisdicción y ejecución.
- Respeto a la legalidad por la que se
rige la deuda y a lo pactado contractualmente.
- Respeto al crecimiento sostenible y
minimización de los costes sociales, con garantías para la estabilidad financiera
y los derechos humanos.
- Las minorías no deberían bloquear los
acuerdos alcanzados por la mayoría de acreedores (CAC).
3 Conclusiones
Todo lo que hemos expuesto nos permite concluir lo siguiente:
Todo lo que hemos expuesto nos permite concluir lo siguiente:
1 La debilidad europea se ha revelado
crudamente con la crisis financiera y económica comenzada en 2007, cuyos
efectos aun se dejan notar.
2 Paradójicamente, como paso previo hacia
una mayor unidad política, se pretende reforzar, en el más difícil de los
momentos, el marco bancario (Unión Bancaria) y económico (UEM).
3 La inexistencia de una «soberanía
financiera y económica de la UE», que pasaría por una previa renuncia, para su
cesión, de la soberanía de los Estados miembros, debilita a la Unión ante sus
pujantes competidores políticos, que ahora también lo son económicos.
4 Se han de superar, con el esfuerzo conjunto,
las tensiones internas en el seno de la Unión Europea, que son palpables y
perjudiciales para todos.
5 La hipotética salida de Grecia del euro,
incluso de la Unión Europea, podría tener consecuencias severas, incluso
definitivas, para el proyecto de construcción europea. Por ello, no parece que
este escenario se deba siquiera considerar.
6 Cada vez son más las voces que sugieren
la práctica de quitas a la deuda pública griega. Las recomendaciones de la Organización
de las Naciones Unidas podrían facilitar el proceso, aunque la extensión de
estas medidas a otros países industrializados sobreendeudados debería ser
seriamente ponderada.
7 La falta de criterio de las autoridades
europeas ha provocado el acercamiento de otras potencias, como Rusia, a Grecia,
arrojando mayor complejidad geopolítica en una zona inestable de por sí.
Referencias bibliográficas
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López Jiménez, J.Mª. y
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López Jiménez, J.Mª.
(2015): «El “impago selectivo” de deuda pública argentina de 2014: los
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Reinhart, C.M. & Rogoff, K.S. (2009): This Time Is Different: Eight Centuries
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Varoufakis, Y. (2015): El Minotauro Global, Debolsillo.
Vidal, R. y Alonso
Russi, E. (2015): España y la Seguridad
compartida para el Mediterráneo (Análisis jurídico y conceptual), IX
Jornadas de Seguridad, Defensa y Cooperación, Foro para la Paz en el
Mediterráneo.
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