Letrado de la Administración de Justicia / Usuario de servicios financieros
“There can be only one!”
Highlander (1986, Russell Mulcahy)
Antes de las elecciones generales del pasado mes
de diciembre se hablaba en prensa económica de un horizonte
de nuevas
fusiones entre entidades bancarias. Horizonte que pende de un hecho
incierto —al menos en cuanto a su término— cual es la formación
de gobierno. La fundamentación que se esgrime en el sector es el bajo
margen de beneficios debido a los bajos tipos de interés existentes, a la alta
tasa de morosidad y a los exigentes requisitos de capitalización impuestos por
las autoridades bancarias.
Tampoco debe ser ajeno a la situación el dictado de
resoluciones judiciales en masa que en mayor o menor medida afectan a los
balances de las entidades; así, preferentes, cláusulas suelo, suscripciones de acciones
de algunas entidades y otros productos análogos sirven como clara muestra.
No voy a hablar en estas líneas de conceptos
eminentemente jurídicos. Dejaremos para otra ocasión las menciones a prácticas
colusorias; a los efectos que para los consumidores puede tener la
contratación en masa cuando los predisponentes son cada vez menos y con
contratos tipo similares. Prescindiremos de relatar las consecuencias registrales
de la transmisión de garantías reales; e incluso pasaremos por alto el empleo
de índices de referencia que cada vez se fijan entre menos operadores.
Es, sin embargo, tiempo de hablar del oficio de
banquero. El buen oficio, que se ha visto menoscabado en cuanto a su proceder,
si no con carácter general sí en un importante número de actuaciones, con
prácticas comerciales que han mermado la confianza del cliente que podemos
resumir, en su denominador común, en ofrecer productos financieros sin
asegurarse que el cliente conocía y comprendía los riesgos que él y sólo él
asumía —riesgos que, en algunos casos, incluso el personal comercializador no conocía
en su integridad—.
Valga esta grosera definición para englobar deuda
subordinada, preferentes, acciones y otros productos que a veces con nombres
grandilocuentes o partiendo de escenarios económicos que se han demostrado, cuando
menos, erróneos, se han comercializado de
manera masiva a personas cuyo denominador común era tener imposiciones o
depósitos de poca rentabilidad en entidades ávidas, en algunos casos, de capitalización. Asimismo cada vez tiene más predicamento la
llamada filosofía low cost que, llevada a la banca, se traduce en el
deterioro de la infraestructura humana en cuanto a su cantidad —ya que la banca
comercial y los servicios que la apoya, como valoración de riesgos, servicios
jurídicos, etc. están siendo reducidos en mayor o menor medida— y su calidad.
En especial se deteriora la calidad de la
prestación que se da al cliente centralizando en grandes plataformas muchos
servicios que hasta ahora eran prestados por el personal de banca comercial,
perdiéndose la inmediatez y obligando a un importante sector de la clientela de
difícil acceso a las nuevas tecnologías a una suerte de via crucis telefónico para asuntos que
podían despachar con el empleado de su confianza al otro lado de la mesa o del
mostrador.
Pero también desde luego se produce una
depauperización en la calidad de las condiciones laborales de los trabajadores
que prestan esos servicios, alejados de los hasta ahora vigentes convenios
colectivos y condiciones generalizadas del sector. Dicho en román paladino, de
un perfil preponderante de empleado de banca se ha pasado a otro de operario de
servicios bancarios en masa con condiciones y retribución, en los casos más
comunes, alejados de los primeros.
Tránsito al que se llega a través de
prejubilaciones —con el gravamen que supone a las arcas ya deficitarias de la Seguridad
Social, y de despidos, en muchos casos de personal técnico y altamente
cualificado en sectores concretos, para ser reemplazado por nuevas
contrataciones sometidas a menor coste—.
En efecto, esto puede suponer una reducción de
costes —y, en muchos casos, de beneficios, incluso en entidades nacionalizadas—,
pero sin duda representa una merma en el servicio y un deterioro en el tejido
productivo español, que no sé si es el momento de asumir.
Creo, no ya como jurista sino como usuario de
servicios bancarios —como hoy por hoy lo somos prácticamente todos— que hay que
reivindicar la vuelta a las prácticas basadas en la transparencia, buen hacer y
sinergia entre las finalidades del cliente y del proveedor. Prácticas que
algunas entidades, y un importante número de empleados, es bien cierto que
nunca abandonaron o tuvieron desviaciones mínimas.
Sin embargo, y en la medida que recuperar la
confianza del cliente puede ser un camino tortuoso, las reglas de la libre
competencia deben permitir al usuario de servicios bancarios desvincularse y
elegir otros proveedores de forma eficaz. Sin embargo una nueva concentración
en el sector bancario puede redundar justo en lo contrario, ya que se va a
acotar cada vez más el campo de proveedores a los que podrá acudir el cliente,
y a la larga las condiciones acabarán estandarizadas.
Hay alternativas. Se habla de banca ética imbuida de valores que no se
miden estrictamente en rentabilidad monetaria, pero que siguen sin llegar a la
mayoría de los usuarios. También entidades de sectores de distribución y
comercializadoras de bienes de consumo se están lanzando cada vez más a ofrecer
productos financieros, pero se deberá andar con precaución puesto que no todas
ellas gozarán del plus de protección que el Estado otorga a los productos de
banca tradicional, en especial a los depósitos.
Así y en conclusión, sin cuestionar más que como
usuario de servicios bancarios las bondades o maldades que para el común de los
ciudadanos puede suponer este horizonte de fusiones en la coyuntura en que nos
encontramos, y ante el retraso que la perspectiva de formar gobierno nos brinda,
acabo como empecé: ¿es necesaria otra nueva concentración bancaria?
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