Aunque históricamente
la labor y la imagen de los banqueros han estado salpicadas de altibajos, en
una época más reciente, hacia finales del siglo pasado, aquellos parecieron
gozar de cierto prestigio y reconocimiento social. Sin embargo, la etapa
comenzada en 2007 ha sumido al sector financiero a nivel global —y esto puede
ser novedoso— en el descrédito, como efecto de la mala praxis y de una gestión
inadecuada por parte de numerosas entidades financieras, ante la —a veces—
laxitud e inoperancia de las autoridades reguladoras y supervisoras, e incluso la
de los mismos accionistas (de las entidades con forma de sociedad de capital,
pues, como es sabido, también existen instituciones financieras con forma de
fundación, mutua o cooperativa). Uno de los retos presentes de esta industria
es, en un clima de asentamiento de una cultura de cumplimiento genuina, recuperar
la confianza extraviada.
Los grandes
perjudicados de este desaguisado han sido los clientes concretos que han
sufrido los efectos de las malas decisiones de las entidades con las que han
entrado en contacto, y los ciudadanos en general, que han resultado dañados por
la inestabilidad financiera —lo que ha dificultado, por ejemplo, el acceso al
crédito, o ha encarecido el coste de los servicios financieros— y por la
necesidad de recapitalizar con dinero público entidades inviables para evitar
males mayores (el “riesgo sistémico”, que todos parecemos haber comprendido e
interiorizado).
Durante la conocida
como Gran Moderación se vivieron años de extraordinaria estabilidad económica y
de crecimiento sustancial y sostenido. El sistema financiero tradicional (la
banca comercial) desempeñó fielmente su función de colocar los excedentes económicos
donde más falta hacía, satisfaciendo las necesidades de los depositantes y de
los demandantes de crédito. La misma banca de inversión aportó su grano de
arena y, mediante productos tan complejos como las titulizaciones o los
derivados, pareció coadyuvar a la mitigación de los riesgos, prácticamente a su
control total. Se alcanzó así el “clímax financiero”, la existencia de un mundo
sin riesgos o, mejor dicho, de un mundo con riesgos, pero de riesgos domados o
domesticados, enjaulados y absolutamente bajo control. Obviamente, esta
sensación de seguridad y autosuficiencia era infundada.
Como dispone el
preámbulo de la Ley 10/2014, de 26 de junio, de Ordenación, Supervisión y Solvencia
de entidades de crédito, “el riesgo y la incertidumbre son consustanciales a la
actividad bancaria”. Antes que pretender que la actividad financiera esté
exenta de riesgos, lo más pertinente es la consolidación de un enfoque que
permita identificarlos y mantenerlos dentro de márgenes conocidos y tolerables,
que faciliten su adecuada gestión una vez que las incertidumbres se puedan
convertir en peligros reales.
La ampliación y
profundidad de los riesgos ha avanzado en paralelo con el tránsito —y, por el
momento, la coexistencia— de un modelo de intermediación financiera, en el que las
entidades financieras asumen el riesgo de los prestatarios, a otro de desintermediación
financiera, donde los ahorradores son los que asumen el riesgo de las
inversiones, bien directamente o a través de instituciones de inversión colectiva.
Por tanto, de un modelo
de “control del riesgo” se ha pasado a otro de “control de los riesgos”, en el
que la enumeración de los riesgos a considerar crece continuamente. Los riesgos
pueden ser cuantificables, como el riesgo de crédito, pero también, por
su carácter eminentemente cualitativo, más difíciles de medir, siendo este el
caso, por ejemplo, del riesgo reputacional. Además, no existirá un solo modelo
válido, sino que estos variarán de una entidad a otra en función de su tamaño y
complejidad, la eventual presencia internacional, el tipo de clientes, la
aceptación de un mayor o menor grado de propensión al riesgo en la propia
operativa, los retornos esperados por los accionistas e inversores, etcétera.
En el período de
reflexión abierto a continuación del comienzo de la crisis, en el que han
participado instituciones internacionales y nacionales, y que ha permitido diseñar
en un breve lapso temporal un nuevo sistema financiero global con un amplio
denominador común —gracias, sobre todo, al impulso político del Grupo de los
Veinte (G-20) y a los desarrollos técnicos del Banco de Pagos Internacionales y
de la Junta de Estabilidad Financiera (“Financial Stability Board”)—, se ha
concluido que los excesos tuvieron su origen en la ausencia de adecuados
procesos internos en las entidades financieras para la gestión del riesgo y,
con más amplitud, para su buen gobierno.
La nueva regulación financiera,
que ha venido acompañada en el tiempo por el comienzo de la supervisión de las
entidades bancarias significativas de la Eurozona por el Banco Central Europeo,
incide con intensidad en la necesidad de reforzar la capitalización y solvencia
de las entidades, así como el buen gobierno corporativo y la correcta gestión
de los riesgos.
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