«El dinero huele bien
venga de donde venga», Juvenal
Lo primero es
determinar qué es el dinero y qué características tiene el dinero actual. De
entrada, el dinero tan solo tiene presencia en las sociedades más avanzadas, en
las que hay una especialización, por básica que sea, en la producción de bienes
y servicios. Las sociedades más primitivas bien producen lo que consumen, bien
producen bienes para su intercambio por otros (con el aderezo de que también se
pueden intercambiar servicios por servicios o bienes por servicios,
desvirtuando, en sentido jurídico, el concepto típico de la permuta), luego no
necesitan medios de pago.
En las sociedades más
avanzadas es inevitable que surja el dinero. ¿Qué puede servir como dinero?
Cualquier cosa, siempre que haya una aceptación general de que su función es
servir como medio de pago —lo que presupone capacidad de conservar valor—. Históricamente,
como nos contó Milton Friedman, han sido usados como dinero el ganado, la sal,
la seda, las pieles, el pescado ahumado, el tabaco, las plumas o las piedras,
hasta la llegada de los metales —oro, plata, cobre, hierro, estaño—, en una
evolución que ha llevado al triunfo del papel y de los apuntes contables (en
libros, pero también en soporte electrónico, más recientemente).
El dinero, en síntesis,
es un medio de pago porque representa capacidad para adquirir bienes y
servicios.
El mayor hito histórico
de las últimas décadas acaso sea la atribución a los bancos centrales de la
capacidad para crear dinero, lo que no ha permitido superar una de las mayores
contradicciones del dinero, como es la consistente en la dificultad de que el
valor de una moneda se mantenga estable y no oscile.
Los Estados, casi
siempre, desde su surgimiento en el siglo XV, han sido proclives a endeudarse
en exceso (recordemos la primera quiebra hispánica, la de Felipe II, en 1557).
Agotada la posibilidad pedir prestado a los banqueros o a los mercados,
limitado el margen para incrementar la presión impositiva o para contener el
gasto, la opción más sencilla, en apariencia, ha sido la de emitir dinero a través
de los bancos centrales.
Por ello, para mitigar
los efectos perversos de esta emisión no sustentada en la actividad económica
real (como la excesiva inflación) se ha tratado de preservar la autonomía de
los bancos centrales, para evitar que emitan dinero a ciegas, condicionados por
aspectos puramente políticos o coyunturales, cortoplacistas o “medioplacistas”.
Otro elemento
trascendental para conocer las relaciones entre el dinero, los bancos centrales
y las entidades bancarias es la posibilidad de estas últimas, en exclusiva, de
captar fondos reembolsables del público, que, al ser prestados a otros
clientes, multiplican la base monetaria, sin necesidad de que se emitan nuevos
billetes o monedas. Como afirmó Termes Carreró, “esta facultad de crear dinero
es la que da lugar al llamado dinero escriturario, el cual, junto con el dinero
efectivo emitido por los bancos centrales en forma de moneda metálica y
billetes, constituye la base monetaria”.
Dicho todo lo anterior,
no parece plausible, a corto plazo, la completa desaparición del dinero en
efectivo de nuestras sociedades, pues, de hecho, este constituye el primer
escalón de la masa monetaria (el conocido como “agregado estrecho” o M1), y es,
a su vez, la base de los otros agregados monetarios.
Sin embargo, la crisis
financiera ha mostrado que no es necesario imprimir billetes para que los
bancos centrales puedan adquirir determinados activos financieros. Por ejemplo,
según relata Ben Bernanke, en el marco de las medidas de expansión
cuantitativa, la Reserva Federal, en
contra de lo
que se cree,
no imprimió billetes
para comprar los
activos de algunas entidades rescatadas como Fannie Mae o Freddie Mac,
pues las «cuentas de reserva» de su balance son meros apuntes electrónicos,
formando parte de la base monetaria pero quedando fuera de circulación.
Los Gobiernos desean
ejercer un mayor control sobre las finanzas de los ciudadanos y empresas, para
optimizar las funciones recaudatorias, la prestación de servicios públicos y
prevenir el fraude e incluso la comisión de delitos o el aprovechamiento de sus
consecuencias económicas (mediante la prevención del blanqueo de capitales).
Obviamente, cuanto más
dinero se mueva a través de los canales bancarios, mayores posibilidades habrá
de ejercer este control. La mayor dificultad de vigilancia del movimiento del
efectivo dificulta estos fines, que, desde luego, son legítimos.
En los próximos años se
habrá de encontrar un punto de equilibrio entre los intereses generales y los
individuales, que no parece que provoque, por un extremo, la plena sustitución
del dinero emitido por los bancos centrales por otro “tipo de dinero”, ni, por
el otro, que las transacciones en billetes y monedas físicas lleguen a su fin.
No hay inconveniente en
que “bitcoin”, por ejemplo, pueda emerger como nuevo medio de pago, a pesar de
las oscilaciones de su valor —oscilaciones que no son ajenas al dinero emitido
por los bancos centrales—, siempre que los participantes en los intercambios
económicos lo acepten de forma no unánime pero sí generalizada.
Quedan por resolver
delicadas cuestiones, en relación con “bitcoin” u otras alternativas existentes
o por existir, como el ajuste de la “masa monetaria”, el tratamiento de las
posibles plusvalías derivadas de su tenencia, o la forma de prevenir que sirva
como forma de pago o almacenamiento de valor en transacciones con un componente
delictivo.
Hoy por hoy, seguimos
pensando, con todos sus defectos, que las monedas y billetes tradicionales,
directamente o a través de los bancos en los que se depositan, con la
legitimidad última de los bancos centrales emisores (que pueden ser
supranacionales, como es el caso del euro) garantizan mayores dosis de
estabilidad y confianza. La legitimidad de una moneda presupone, por
definición, la del sistema político y económico que le sirve de respaldo. Al
contrario, la pérdida de prestigio de una moneda socaba la del Estado o los
Estados emisores. Por algo, al acuñar moneda, los romanos reflejaban el rostro
del emperador como señal de seriedad y estabilidad.
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