La proliferación de las
nuevas tecnologías y de las redes sociales, la consecuente ruptura del
continuum espacio-tiempo y el libre acceso y posibilidad de consumo efectivo e
inmediato, por primera vez en la Historia, de conocimiento, cultura e
información, no han servido para aclarar las ideas del ciudadano contemporáneo.
Sólo así se explica,
incomprensiblemente, que haya quien considere, de buena fe, que El manifiesto
comunista fue obra de Groucho Marx, como me comentaba días atrás un desanimado
profesor. Menos mal que la prudencia del alumno evitó sustituir a Engels por Chico
o Harpo.
Dejando la anécdota a
un lado, los diversos análisis de esta compleja realidad de los albores del
siglo XXI suelen ser superficiales, de corta vigencia y desacertados, como
acredita el recurso diario a la técnica del ensayo y el error. Un ejemplo
cercano puede ser el de las nuevas ayudas públicas a Bankia, que inicialmente
se cuantificaron desde el Ministerio de Economía y Competitividad en torno a
los 7.000 millones de euros y han pasado a ser, cabalmente, de 19.000 millones
de euros, aunque se ha asegurado por el nuevo presidente de la entidad que con
eso, más los cuatro mil y pico millones recibidos anteriormente, habrá
suficiente para poner en valor al banco: se aprecia que es buen gestor.
Tendemos a pensar que
la confusión es privativa de nuestros días, pero es significativo que el primer
libro sobre los mercados financieros, publicado en 1688 en Ámsterdam, en
castellano, por un judío de origen portugués, José de la Vega, se titule «Confusión
de confusiones». Más extraño aún es el subtítulo de la obra: «Diálogos curiosos
entre un filósofo agudo, un mercader discreto y un accionista erudito»,
cualidades que ya nos gustaría que concurrieran en los filósofos, empresarios y
accionistas de la actualidad, entre otros.
En este tiempo de
confusión, ahondando en la doctrina del citado Marx, se sigue aludiendo por
muchos a la lucha de clases. Se parece ignorar que la lucha de clases se
inserta en una época que ya ha quedado amortizada, la de la sociedad
industrial.
Desde hace ya varias
décadas, con la consolidación de ese estado de bienestar que ahora estamos
haciendo menguar, nos hallamos inmersos en Occidente en la sociedad
postindustrial o postmoderna, en la que se huye de la racionalidad, la
eficiencia económica y la autoridad burocrática en beneficio de otros valores
más humanos, como son el pleno desarrollo de la personalidad o la mayor calidad
de vida y medioambiental.
Paradójicamente,
indagan en estos nuevos valores las generaciones que mejor han tenido cubiertas
sus necesidades materiales a lo largo de toda su existencia, tanto que ni
siquiera se han planteado el origen de tanto bienestar.
Sólo así se comprende
que sea recurrente el argumento de que la Unión Europea no se preocupa de los
genuinos intereses de los ciudadanos ni del medio ambiente. Y puede que,
parcialmente, sea cierto, pero es que cuando el sueño de una Europa unida
arrancó en 1951 para gestionar la producción atómica, la del carbón y la del
acero, a lo que en 1957 se añadió la creación del mercado común, la pesadilla
de la Segunda Guerra Mundial y sus sesenta millones de muertos estaba aún muy
reciente. No será hasta Maastricht, en 1992, cuando nacen la Unión Europea y el
concepto de ciudadanía europea, prestando las instituciones europeas a partir
de entonces mayor atención a los ciudadanos y a sus inquietudes menos
materiales.
Los valores
postmaterialistas también han servido para superar la tradicional distinción
entre izquierda y derecha. Los partidos políticos se esfuerzan ahora por
centrarse, pues ahí está el mayor caladero de votos.
Es otro hecho
constatado que hoy día ser propietario de los medios de producción no es
sinónimo del ejercicio de altas cotas de poder, por la circunstancia de que en
las grandes corporaciones empresariales la tenencia de acciones está muy atomizada
entre pequeños inversores, o bien quienes detentan grandes o medianos paquetes
accionariales lo hacen únicamente con un fin de inversión, desconectado de toda
pretensión de ejercer los derechos de gestión que la legislación les brinda.
Quien manda hoy de veras es la clase corporativa, esa que sin poseer medios de
producción gestiona y dirige las grandes empresas, a veces tras haber transitado
previamente por lo público.
Después de todo, puede
ser que nuestra Constitución no esté tan mal, pues si a un ponente se le
ocurrió reconocer la iniciativa privada en el ámbito empresarial, otro
apostilló más adelante el reconocimiento de la iniciativa pública en la
actividad económica. Son fórmulas desfasadas, propias del siglo pasado, a ver
si a alguien se le ocurre algo nuevo y empezamos a salir del lodazal.
(Publicado en el diario Málaga Hoy, 2 de junio de 2012).
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