«Faber est suae quisque fortunae»

(Apio Claudio)

«Hinc tibi certandi bona parcendique uoluptas:

quos timuit superat, quos superauit amat»

(Rutilio Namaciano)

viernes, 1 de mayo de 2015

El arte de conceder (y solicitar) un crédito

El buen sentido, acumulado como fruto de la experiencia adquirida en la concesión de créditos, que durante años y de forma indubitada ha encontrado arraigo en el sector financiero, ha dictado que la deuda ligada a un préstamo en general, y a uno hipotecario en particular, no debía suponer para el deudor un esfuerzo superior a un tercio de sus ingresos recurrentes y ordinarios, y que la deuda total no debía ser superior al 80% del valor de tasación del bien inmueble dado en garantía, todo ello tanto en beneficio del prestamista como del prestatario.

Sin embargo, es notorio que llegó un momento en el que no se cumplió ni lo uno ni lo otro: las amortizaciones mensuales comenzaron a superar ampliamente el tercio de los ingresos del prestatario, reduciendo el margen de maniobra ante la aparición de imprevistos (despido, bajada de sueldo, enfermedad, subida de los índices de referencia en los préstamos a tipo variable, etcétera); y el importe de los préstamos fue con más frecuencia de la deseable superior al 80% del valor de tasación, además de que parte de este exceso no se destinaba, para más inri, a la adquisición del bien financiado, sino, absurdamente, al consumo de los prestatarios.

El artículo 29 de la Ley 2/2011, de 4 de marzo, de Economía Sostenible, regula el llamado «préstamo responsable», glosando una serie de obviedades inherentes a la actividad de concesión de créditos, que, aparentemente, resultaron ignoradas durante los años de formación de la burbuja inmobiliaria. La Orden EHA/2899/2011 desarrolla esta materia.

Es posible que la Ley 2/2011 tomara como referencia prácticas irregulares no necesariamente seguidas en nuestro país por las entidades prestamistas (o, al menos, no consta que hayan tenido lugar de forma sistemática), como las aberrantes hipotecas «sin documentación» norteamericanas (en inglés, «no doc mortgages»), que exigían poca o ninguna documentación de ingresos o de activos de los prestatarios, «las hipotecas con trampa», en las que las cuotas de amortización eran temporalmente bajas pero se disparaban tras varios años de vigencia del préstamo («teaser rates»), o, por último, las hipotecas que permitían al prestatario elegir cuánto quería devolver, sin tener que amortizar la totalidad de los intereses devengados, con la particularidad de que el capital del préstamo permanecía invariable o se incrementaba con el importe de los intereses no satisfechos.

Implícitamente, que el préstamo no pueda superar el 80% del valor de tasación supone que el prestatario debe aportar de su propio bolsillo, al menos, el 20% del valor de adquisición de la vivienda financiada e hipotecada. Es decir, la adquisición debe venir precedida de un esfuerzo y capacidad de ahorro por parte del prestatario. Si el valor de la vivienda se eleva y supera el del préstamo, el prestatario tiene una sensación de «enriquecimiento», pero si el valor disminuye y queda por debajo del importe prestado, el hecho de haber realizado un desembolso inicial del 20%, al menos, del precio de adquisición, incentiva al prestatario a seguir pagando la deuda.

Acaba de comenzar un debate, alentado por una gran entidad de crédito española, sobre si el crédito que se está concediendo en estos meses de recuperación económica es «malo», es decir, acerca de si es altamente probable que resulte impagado. 

Al respecto, atendiendo a lo anterior, nos parece oportuno realizar algunas puntualizaciones para su ponderación en este debate abierto:

Primera. Las entidades de crédito cuentan con su centenaria experiencia de intermediación para saber si el crédito que están en disposición de conceder es, en mayor o menor medida, bueno o malo, atendiendo a una pluralidad de características propias del solicitante y del contexto económico general.

Si en un juicio a priori las probabilidades de impago fueran muy altas, el crédito no se debería conceder. 

Es posible que muchos créditos malos se formalizaran a sabiendas.
 
Por ejemplo, según Raghuram Rajan, en relación con los Estados Unidos, ante la constatación en los primeros años 90 del pasado siglo de que los ciudadanos tenían cada vez ingresos más reducidos, la clase política comenzó a buscar formas rápidas para ayudarles —ciertamente, más rápidas que la reforma educativa, que necesita décadas para producir resultados—. Viviendas asequibles para grupos de bajos ingresos fue la respuesta obvia, unido a un acceso fácil al crédito (Rajan, «Fault lines», 2010).
 
Segunda. Dar crédito no es una ciencia, sino un arte, incluso un acto de fe en la persona del solicitante. La regulación puede establecer pautas y buenas prácticas, pero son el contacto directo con el cliente y una especie de sexto sentido del analista de riesgos los que le llevan a aprobar una petición, o a desestimarla.

Tan peligroso es actuar con ligereza como con un excesivo celo enervante, perjudicial, en conjunto, para una economía.

Tercero. El banco no es el amigo del cliente. Por mucho que se destaque la función social del crédito, el banco, como en «La fábula de las abejas» de Mandeville, que tanto inspiró a Adam Smith, actúa en su propio interés, y el cliente en el suyo. 

Las ventajas informativas de la gran empresa, que no pueden llegar a que sepa qué ocurrirá en el futuro, justifican que la regulación proteja a la parte más débil, pero no hasta el punto de suplantar al banco, en cuanto a si concede o no financiación y a sus concretos términos (se sobreentiende que conformes con el ordenamiento jurídico, especialmente con la normativa protectora de consumidores).

Cuarto. La garantía real (el colateral) es secundaria ante la eventualidad del impago por el prestatario. Es un hecho que el valor de la garantía, en un entorno de estrés económico, puede descender o evaporarse completamente.

Quinto. La mayor garantía para un prestamista de que el prestatario le devolverá el importe financiado con sus intereses es que este tenga un trabajo digno y bien retribuido.

El desempleo y el trabajo precario son el verdadero estigma, lo que determina, en última instancia, que el crédito concedido por el banco sea bueno o malo.

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