«According to the system of natural liberty, the
sovereign has only three duties to attend to; three duties of great importance,
indeed, but plain and inteligible to common understandings: first, the duty of
protecting the society from the violence and invasion of other independent
societies; secondly, the duty of protecting, as far as possible,
every member of the society from the injustice or oppression of every other
member of it, or the duty of establishing an exact administration of justice;
and, thirdly, the duty of erecting and maintaining certain public works and
certain public institutions, which it can never be for the interest of any
individual, or small number of individuals, to erect and maintain; because the
profit could never repay the expence to any individual or small number of
individuals, though it may frequently do much more than repay it to a great
society».
«An
Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations», 1776, Adam Smith
No cabe duda que
uno de los estándares que hacen que una economía atraiga capitales —tanto del
interior como del exterior— es la seguridad jurídica. Seguridad jurídica que se
predica no sólo estableciendo un sistema normativo coherente, comprensible y
predecible; ni simplemente estableciendo instituciones al servicio del
ciudadano, transparentes y eficaces; sino también dotando a la sociedad de
mecanismos de control que permitan corregir las conductas desviadas respecto
del normal funcionamiento del sistema normativo y de las instituciones al
servicio del ciudadano. La administración de justicia es clave en esta tercera
vertiente de la seguridad jurídica.
En efecto, una
sociedad en la que las conductas nocivas son detectadas, corregidas y
sancionadas está llamada a ser más próspera para la generalidad de los
ciudadanos que aquella otra en que las conductas dañosas no llegan a
trascender; o —trascendidas—persisten en su nocividad; y llegando al grado superlativo cuando las conductas
nocivas son impunes a ojos de la sociedad. Por el contrario este segundo modelo
de sociedad sólo provoca desplazamiento de riqueza hacia aquellos que se sirven
de las disfunciones del sistema para su propio beneficio, presupuestando que su
conducta no será conocida; que, caso de que se conozca, no podrá el sistema
corregirla; y que en cualquier caso los medios de represión a cargo de los
poderes públicos serán lentos y en la mayoría de las ocasiones inoperantes. Es
aquí donde la administración de justicia ha de mostrarse como la más implacable
de las herramientas en manos de la sociedad para prevenir este efecto perverso.
Al igual que innumerables movimientos sociales claman por la
transparencia de las instituciones y por el establecimiento de leyes justas y
redistributivas de la riqueza, iniciativas que están permeando poco a poco en
las instituciones, hoy por hoy no parece haber voluntad real de cambio en
cuanto a sacar de su estado de permanente anormal funcionamiento a la
administración de justicia. En efecto el reciente Real Decreto 918/2014, de 31 de octubre, que fue vendido como la piedra de toque
para adecuar la planta judicial a las necesidades actuales existentes en
la Administración de Justicia y
contribuir a la lucha contra la corrupción, sólo ha supuesto, como se
deduce de leer su título, la creación de tres juzgados y la ampliación de las
plazas de magistrado en órganos de segunda instancia y de jueces de adscripción
temporal que han venido a llenar —de facto— parte del vacío de los casi desaparecidos jueces sustitutos y magistrados suplentes.
Por desgracia para el ciudadano que acude a los tribunales con la intención de procurar por dicha vía la solución a sus conflictos, estas medidas —como otras que se han ido sucediendo en la misma dirección— son totalmente ineficaces. No se ha visto traducida en una menor dilación en los señalamientos, ni en una flexibilización de los impedimentos que conducen hacia el enjuiciamiento de sus pretensiones. De nada le sirve al ciudadano que se reconozca que los integrantes —la mayoría— de los órganos judiciales que están a pie de calle realizan un trabajo casi inasumible cuando las soluciones no llegan o llegan tarde. De qué sirve al ciudadano que se prime a parte de los profesionales de la justicia, entre los que me cuento, por asumir una carga de trabajo mayor que la que correspondería objetivamente si sólo a aquellos que pueden permitirse pensar en el largo plazo les es eficaz pleitear.
Estas soluciones convierten a los operadores de la administración de justicia en unos Stajánov del siglo XXI que en lugar de bajar felices a la mina de carbón para hacer lo que catorce humanos al uso deberían, acuden —acudimos— prestos a nuestro puesto de trabajo dispuestos a esforzarnos con el mayor de los tesones para que al plato del justiciable lleguen sólo migajas. Porque se diga lo que se diga, se mire donde se mire, aunque haya mil Stajánov en el fondo no habrá más que mil personas con sus limitaciones que ni podrán mantener a largo plazo una productividad sobrehumana, ni harán un trabajo de buena calidad.
Por desgracia para el ciudadano que acude a los tribunales con la intención de procurar por dicha vía la solución a sus conflictos, estas medidas —como otras que se han ido sucediendo en la misma dirección— son totalmente ineficaces. No se ha visto traducida en una menor dilación en los señalamientos, ni en una flexibilización de los impedimentos que conducen hacia el enjuiciamiento de sus pretensiones. De nada le sirve al ciudadano que se reconozca que los integrantes —la mayoría— de los órganos judiciales que están a pie de calle realizan un trabajo casi inasumible cuando las soluciones no llegan o llegan tarde. De qué sirve al ciudadano que se prime a parte de los profesionales de la justicia, entre los que me cuento, por asumir una carga de trabajo mayor que la que correspondería objetivamente si sólo a aquellos que pueden permitirse pensar en el largo plazo les es eficaz pleitear.
Estas soluciones convierten a los operadores de la administración de justicia en unos Stajánov del siglo XXI que en lugar de bajar felices a la mina de carbón para hacer lo que catorce humanos al uso deberían, acuden —acudimos— prestos a nuestro puesto de trabajo dispuestos a esforzarnos con el mayor de los tesones para que al plato del justiciable lleguen sólo migajas. Porque se diga lo que se diga, se mire donde se mire, aunque haya mil Stajánov en el fondo no habrá más que mil personas con sus limitaciones que ni podrán mantener a largo plazo una productividad sobrehumana, ni harán un trabajo de buena calidad.
Por el contrario, el fomento de instituciones como la mediación; conferir
ciertas atribuciones hasta ahora jurisdiccionales a órganos de prestigio, pero que son extraños
a la jurisdicción; despreocuparse de cubrir medios materiales y personales en
la administración de justicia; y un largo etcétera contribuyen a que el
ciudadano refuerce su óptica de que la
administración de justicia es un acorazado torpedeado en su línea de flotación
y que no merece la pena mantener a flote, como el Bismark en
aquella mañana de mayo de 1941. Pero si hicieron falta catorce
navíos para cazar a la bestia de acero, aquí sólo con la falta de voluntad
política de emplear medios humanos y materiales eficaces para reforzar donde
hay que reforzar y de flexibilizar plantillas y normas para dar soluciones
ágiles a situaciones conflictivas, por más titanes que se esfuercen con cucharillas
en desaguar la sentina del navío, sólo puede pasar una cosa: que se asuma que
la justicia va a ser un mal sistémico que será visto por el inversor como un
peligro a sus expectativas. No estamos en épocas que nos podamos permitir que
se desperdicie por vacilaciones fundadas un torrente de inversión que, a buen
seguro, no llegará si la administración de justicia funciona como lo hace
ahora.
Al igual que empecé con la riqueza de las naciones, quiero acabar
trayendo a colación el segundo de los cometidos a los que Adam Smith alude,
proteger a cada miembro de la sociedad, tanto como sea posible, de la
injusticia y la opresión estableciendo una correcta (exacta) administración de
justicia. Pese a que Milton Friedman sitúe el peso en el seno de los Estados
Unidos de los años ochenta del anterior siglo en instituciones privadas en lo
que al tráfico mercantil se refiere (*), iniciativas de ese tipo como las dadas
a las preferentes en nuestro país a través del arbitraje y otras que
puedan ir por la misma dirección no han dado siempre el fruto deseado y están
provocando, salvo honrosas y deseables excepciones, que la respuesta llegue al ciudadano tarde
y mal. Hagamos de la excepción la regla. Invirtamos en justicia, resulta
rentable.
(*) «Free to choose: A Personal Statement»,
1980, 1979 by Milton Friedman & Rose D. Friedman, pp. 30-31: «There must be
some way to mediate disputes. Such mediation itself can be voluntary and need
not involve government. In the United States today, most disagreements that
arise in connection with commercial contracts are settled by resort to private
arbitrators chosen by a procedure specified in advance. In response to this
demand an extensive private judicial system has grown up. But the court of last
resort is provided by the governmental judicial system».
Me ha parecido un buen artículo. Quizas un poco pesimista. Pero es de esperar que ya se despierten las conciencias y se pongan en marcha las voluntades.
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