Durante la época posterior al
derrumbamiento soviético, cuando se interpretó que la victoria del capitalismo
implicaba el «fin de la historia» (Fukuyama), era obvio que, en un entorno de acelerado
crecimiento, no surgirían debates de importancia sobre el buen gobierno de las
empresas, especialmente de las de mayor tamaño.
Estos fueron los días de la Gran Moderación,
que coincidió en el tiempo con la estancia de Alan Greenspan en la Reserva Federal.
Los administradores y directivos, esos a
los que se refirió Michels con su «ley de hierro de la oligarquía», monopolizaron
la gestión, arrogándose privilegios y beneficios exorbitantes. Los accionistas
y los integrantes de otros grupos de interés carecían de los instrumentos para
fiscalizar de veras la gestión, pero es que tampoco estaban interesados en
hacerlo: el valor de las acciones subía como un cohete, se pagaban jugosos dividendos,
los proveedores cobraban puntualmente sus facturas por los servicios prestados,
la Administración percibía impuestos en consonancia con la creciente actividad
económica. Esta coincidencia de intereses sugiere que un tercero neutral
debería haber verificado la gestión sana y prudente de las grandes compañías.
El círculo, o mejor dicho, la esfera, se
cerró con la célebre «Greenspan put», que liberaba a la Reserva Federal de la
adopción de medidas para contener la formación de burbujas e implicaba para los
inversores y banqueros que, si jugaban en los mercados, la Reserva Federal no
limitaría las ganancias, pero, si las apuestas no prosperaban, ésta limitaría
las consecuencias, con la única condición de que todos ellos apostaran sobre un
mismo activo, porque de hacerlo sobre activos heterogéneos no se produciría una
amenaza sistémica (Raghuram G. Rajan, «Fault lines. How hidden fractures still
threaten the world economy», 2010).
La quiebra de Enron en 2001 tuvo su
impacto, pero no el suficiente para detener la burbuja en curso, ni para que se
abriera un auténtico debate. El suflé que Enron resultó ser fue denunciado con
alguna antelación por la revista Fortune, en un artículo con el sugestivo
título de «Is Enron Overpriced?». Pocos se atrevían a cuestionar a este gigante
con pies de barro, y quienes lo hicieron, como en este caso, hubieron de
soportar inicialmente severas e injustas críticas.
En una época de miseria, como la
posterior, en la que los gráficos que muestran la evolución de los beneficios
empresariales han pasado de la oblicuidad a la forma de V invertida, las malas
prácticas, incluso la comisión de delitos, no se han podido ocultar, y las
situaciones irregulares han aflorado con violencia.
En España hemos tenido casos
especialmente sonados, como el de Gowex, que vio la luz tras la publicación de
un informe demoledor por Gotham City Research LLC.
En los dos casos mostrados, la prensa y
una sociedad del sector, con posible interés en la caída de la cotización,
revelaron las anomalías. Además de por estos agentes, la situación se podría
poner al descubierto, en general, por la propia entidad, por sus empleados, por
el supervisor, por la acción, individual o concertada, de los socios de la
empresa, por una investigación policial o judicial, etcétera.
Luigi Zingales en «A capitalism for the People. Recapturing de
Lost Genius of American Prosperity» (2012) muestra quiénes sacan a la luz los fraudes empresariales en los Estados Unidos. Según su análisis, en el 17% de los casos
ha sido un solo empleado quien ha hecho saltar la liebre; en un 13% de los
casos, los reguladores no financieros (como, por ejemplo, el de la energía o el
de la aviación); la prensa ha descubierto otro 13%, los analistas, el 14%; los
inversores bajistas, el 15%; los competidores, el 5%; las firmas de abogados,
el 3%; los propios socios, el 3%; las empresas de auditoría, el 10% y el
supervisor de valores (la SEC), solo el 7%.
Sorprende que el mayor porcentaje
corresponda a los que están dentro de la empresa, lo que confirma la
importancia de los códigos de conducta y de los canales de denuncia internos y
anónimos, y que el supervisor de valores, es decir, la SEC (equivalente a
nuestra CNMV) tenga una actuación tan pobre, lo que resulta incomprensible
cuando hay de por medio un interés público. Lo que más estupor causa, sobre todo
cuando los afectados son los pequeños accionistas, es que los supervisores sean
incapaces de detectar o minorar los efectos de estas conductas.
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