Es falso que las
“medidas de rescate interno” (“bail in”) solo se apliquen en las entidades de
crédito europeas en crisis desde el 1 de enero de 2016, conforme a la Directiva
2014/59/UE (objeto de transposición por la Ley 11/2015).
Lo saben bien los
accionistas y los titulares de deuda (preferentes, bonos) de las entidades
españolas rescatadas con dinero público, quienes, conforme al Memorando de
Entendimiento de 2012, hubieron de “compartir su carga” (“burden sharing”) con
los contribuyentes (las previsiones del Memorando, cuya vinculación jurídica
es, al menos, discutible, se materializaron en el Real Decreto-ley 24/2012 y en
la Ley 9/2012).
Es decir, antes de que
se inyectara el dinero público, se practicaron quitas que volatilizaron total o
sustancialmente la inversión de los clientes. A diferencia de lo acaecido en la
crisis financiera chipriota de 2013, en el caso español no se planteó que
sufrieran menoscabo los depósitos garantizados (por encima de 100.000 euros).
La Audiencia Nacional
ha confirmado lo inatacable de la aplicación de estas medidas de rescate
interno, aunque, naturalmente, deja indemne la posibilidad de recurrir a la
jurisdicción civil para el análisis de una mala comercialización de los
productos financieros. La labor de los tribunales españoles ha
permitido, de forma paulatina, el reequilibrio de la situación, con unos costes
sociales, afortunadamente, asumibles.
La supervisión de las
entidades de crédito significativas de la eurozona (en general, con activos
superiores a los 30.000 millones de euros) en el marco del Mecanismo Único de
Supervisión del Banco Central Europeo, comenzó en noviembre de 2014. El 1 de
enero de 2016 ha entrado en vigor, en paralelo, el Mecanismo Único de
Resolución, a la vez que se ha comenzado a dotar por la industria el Fondo
Único de Resolución, que contará a finales de 2023 con unos fondos
equivalentes, aproximadamente, al uno por ciento de los depósitos de las
entidades supervisadas (unos 55.000 millones de euros).
El Mecanismo Único de
Resolución contempla que solo se inyectará dinero público en las entidades que
atraviesen un estado de crisis, con carácter excepcional, una vez que se hayan
practicado medidas internas, entre las que se incluyen, ahora sí, las quitas
sobre los depósitos por valor superior al garantizado, además de otras sobre
los accionistas y titulares de instrumentos de deuda.
Parece justo que el
contribuyente no tenga que pagar, como norma, los desaguisados cometidos en
entidades de carácter privado como son los bancos (el papel de las cajas y
cooperativas en Europa no pasa de ser testimonial, a pesar de que, bien
llevadas, sus efectos beneficiosos para el colectivo son innegables).
Esto implica una
revolución copernicana de la que los clientes de las entidades bancarias
todavía no son conscientes: la responsabilidad en la elección de la entidad
bancaria con la que entrarán en relación, pues su seriedad y buen hacer será la
mejor garantía de que sus ahorros o inversiones no sufrirán menoscabo.
También los accionistas
(los minoristas pero también los institucionales) deberán preguntarse si el
riesgo de la inversión se ve compensado por unos retornos más que moderados.
Este es el nuevo panorama
regulatorio que con tanto esfuerzo —y no sin resistencias— se ha puesto en pie
con celeridad en apenas cuatro años.
Todo este razonable
entramado, en estado casi virginal, saltará por los aires cuando se admita la
recapitalización del sistema bancario italiano con dinero público y sin la
aplicación de medidas de rescate interno.
Pensábamos que la
mediación de las autoridades regulatorias y supervisoras europeas nos
preservaría de la arbitrariedad, pero, lamentablemente, se aprecia con nitidez
que seguimos inmersos en una pugna en la que la estabilidad financiera, un
principio absolutamente digno de tutela por el papel cardinal que desarrolla el
sistema financiero en nuestras sociedades, cede ante otros tipos de interés.
Se consideró que el
enfermo de Europa era el sistema financiero español, pero la verdadera carga es
el italiano. Nuestras autoridades, a diferencia de las italianas, no tuvieron
la capacidad de presión suficiente sobre la Comisión Europea y el Fondo
Monetario Internacional para evitar la aplicación de quitas sobre los
accionistas, bonistas y preferentistas, que fue un prerrequisito para la
facilitación del rescate.
Paradójicamente, la
transformación de las cajas de ahorros españolas se ha acometido con la
referencia de las fundaciones bancarias de inspiración italiana, que, como se
ve, ni han impedido la politización de estas entidades ni la consecuente mala
gestión que tiene postrado al sistema bancario italiano y quién sabe si al
europeo.
Pero lo más grave, para
nosotros, es la posible desintegración del proyecto de una genuina unión
bancaria para Europa, como paso previo a auténtica una unión económica y
monetaria, y, por último, a una Europa políticamente unida.
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