Extracto
del apartado introductorio del capítulo 5 (“El marco de actuación de las
entidades de crédito”) de la obra colectiva Los Mercados Financieros, 2ª ed.,
Tirant lo Blanch, Valencia, 2017, coordinada por Campuzano Laguillo, A.B.,
Conlledo Lantero, F., y Palomo Zurdo, R.J.
“Para
ganarse el corazón y la voluntad ajenos son medios excelentes someterse y
fiarse, siempre y cuando se haga libremente, sin verse obligado por la
necesidad; de manera que se albergue una confianza íntegra y pura en el medio
elegido, y que el cuerpo esté descargado de toda inquietud”, Michel de
Montaigne, Ensayos
“The
report of my death was an exaggeration”, Mark Twain
Las
competencias estatales en materia bancaria van menguando paulatinamente en
beneficio de las instituciones europeas e internacionales (aunque estas últimas
solo “recomiendan”), y las competencias autonómicas, tras la práctica
desaparición de las cajas de ahorros, han quedado vacías de contenido, sin
perjuicio de la que retienen en un ámbito de creciente importancia como es el
de la protección del consumidor financiero.
Los
reales decretos-leyes gubernamentales se emplean en menor medida, pues, al
igual que el eje de la política mundial ha pasado del Atlántico al Pacífico, la
regulación financiera, en lo que nos afecta, ha dejado de elaborarse en Madrid
para serlo, por medio de nuevas fuentes normativas materiales y formales, en
centros como Bruselas o Fráncfort del Meno, y la jurisprudencia más vibrante
procede no del Tribunal Supremo sino del Tribunal de Justicia de la Unión
Europea radicado en Luxemburgo.
Contemplar
el pasado más reciente desde el presente supone no encontrar apenas referencias
legislativas de enjundia que nos resulten familiares, al margen, qué curioso,
de disposiciones como la Ley Cambiaria y del Cheque, por ejemplo, que, con todo
en contra, permanece vigente.
Normas
como la Ley 26/1988, de 29 de julio, sobre Disciplina e Intervención de las
Entidades de Crédito, o el más reciente Real Decreto-ley 11/2010, de 9 de
julio, de órganos de gobierno y otros aspectos del régimen jurídico de las
Cajas de Ahorros, parecen pertenecer a un tiempo remoto, cuando de esta última,
con la crisis financiera ya comenzada, no nos separa ni una década.
Los
mismos conceptos de “legislación” y de “normas de disciplina” han quedado
superados y relevados por el mucho más flexible, probablemente impuesto por una
cultura anglosajona en fuga, de “regulación”. Rememoramos casi con nostalgia la
referencia a la “legislación motorizada” del Derecho Administrativo, que no
admite comparación con el actual estado de la regulación financiera, que crece,
como la tecnología, a un ritmo literalmente exponencial.
Por
supuesto, las cajas de ahorros, salvo dos pequeñas entidades que han subsistido
y que han permanecido fieles al modelo de la Ley 26/2013, de 27 de diciembre,
de cajas de ahorros y fundaciones bancarias, parecen piezas de museo aptas para
despertar, a lo sumo, el interés de los historiadores de la economía o del
derecho. El papel de unas fundaciones bancarias que han dado continuidad a la
“mejores” cajas de ahorros y que, en general, verán reducida su participación
en las entidades bancarias a un porcentaje de no control, tendrán un papel
discreto en el devenir de nuestro sistema financiero.
Aunque
desde Europa se considera imprescindible preservar la “biodiversidad” del
sistema financiero y se pretende valorizar el modelo bancario que representan
las cooperativas de crédito y las cajas de ahorros, por su mayor propensión a
dar satisfacción a las demandas de todos los grupos de interés y no solo a las
de los accionistas, los bancos, en sentido estricto, han ocupado la zona
central del sistema financiero, y, casi sin solución de continuidad, han
irrumpido en el panorama financiero unos nuevos agentes, las llamadas entidades
“Fintech” (de “Financial Technology”), cuyo rol será relevante pero está aún
por precisar.
Si
miramos hacia el futuro, nos desconcierta no tanto el nuevo marco regulatorio
que determinará la actuación de las entidades de crédito, sino el salto de un
tipo de banca que ha prevalecido con escasas variaciones durante los últimos cuatrocientos
o quinientos años, hacia otro modelo radicalmente diferente, sustentado en el
avance tecnológico y, lo que acaso sea más importante, en el deseo de la
clientela de recibir servicios financieros de un modo distinto, sin tener que
pasar por la sucursal bancaria, y por oferentes de servicios diversos, de
origen no financiero.
A
los que nos tocado vivir esta época de veloz transformación del sistema financiero,
desde el local, el regional y el nacional hasta el comunitario y el global, nos
invade a veces una sensación de desarraigo y de vértigo, como resultado de
estar “entre dos aguas”, a la espera de que este intensísimo y prolongado
proceso concluya y de que se alcance un nuevo punto de equilibrio. Es evidente
que el ímpetu de esta época de cambio está sirviendo para que se produzca una
selección natural de las entidades más aptas, en términos de capitalización,
gobierno corporativo e interno, identificación y control del riesgo, gestión y
capacidad de adaptación al cambio tecnológico y a los gustos y preferencias de
la clientela, para tratar de “engancharse” a la nueva etapa que está a punto de
comenzar en lo que atañe a la prestación de los servicios bancarios.
Sin
embargo, el devenir político en Europa y en los Estados Unidos ha marcado la
agenda regulatoria, primero, con la confirmación, tras el referéndum el 23 de
junio de 2016, de la salida de Reino Unido de la Unión Europea, y, segundo, con
el triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas
celebradas el 8 de noviembre de 2016. Esta última circunstancia, especialmente,
ha provocado una revisión del impulso globalizador de la primera potencia del
planeta, con un retorno a tesis proteccionistas que quiebran la situación
establecida tras la Segunda Guerra Mundial. Es más, como veremos, una de las
primeras medidas del presidente Trump ha tenido por objeto la normativa del
sistema financiero norteamericano.
En
cuanto a la propia regulación, cabe destacar, de un lado, la preocupación por
que el nuevo marco regulatorio pueda generar efectos no previstos inicialmente,
lo que ha llamado la atención del Consejo de Estabilidad Financiera y de la
propia Unión Europea. Asimismo, la Unión Europea ha puesto en marcha a finales
de 2016 un proceso de revisión, entre otras normas, de la Directiva y el
Reglamento de Requerimientos de Capital, ambos de 2013, para resolver, entre
otros desajustes, el de la excesiva carga impuesta a las entidades que no
operan internacionalmente y que limitan su actividad a territorios bien
demarcados y a actividades poco arriesgadas. La aplicación del principio de
proporcionalidad ha generado un debate sobre cómo aliviar a las entidades medianas y pequeñas de las cargas
que, con toda lógica, deben satisfacer las entidades sistémicas mundiales, pero
que pueden resultar excesivas para aquellas.
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