Nuestro país, para qué pensar lo contrario, ha estado
salpicado de grandes comerciantes y empresarios, aunque quizás haya faltado, con
perspectiva histórica, una verdadera cultura empresarial que nos acercara a las
formas capitalistas más genuinas y avanzadas, y, reflejamente, a mayores cotas
de bienestar material.
En un principio, unas cinco centurias atrás, la profesión de
banquero era un apéndice de la de mercader, luego es una obviedad que,
menudeado los grandes mercaderes, también lo hacían los grandes banqueros, con
la excepción, por ejemplo, de un Rodrigo de Dueñas, dominador del comercio y
buen servidor de Carlos V (que fue un verdadero desastre con las finanzas
públicas de la Corona, en beneficio, claro es, de sus banqueros españoles,
germanos e italianos, a pesar del aluvión de oro y plata procedente de América
y de contar con una Escuela como la de Salamanca, con un agudo y atento Tomás
de Mercado de observador).
Desde tiempo inmemorial, con estos dos elementos, es decir,
con la voluntad y el impulso para erigir un proyecto y ejecutarlo, y con la
financiación necesaria para ello, propia o ajena, se dispone de la materia
prima para, como ahora se dice, emprender (concepto este un tanto viscoso, a la
vista del artículo 3 de la Ley 14/2013, de 27 de septiembre, de apoyo a los
emprendedores y su internacionalización, que desfigura el de empresario, sin
que sea del todo posible separar uno del otro, aunque parece que el ánimo de
lucro ha de estar, en todo caso, presente).
El emprendimiento, al fin y al cabo, está de moda, y es
normal que ello ocurra en una época de crisis y de comienzo de salida de ella,
en la que las administraciones públicas no reclutan funcionarios y las empresas
privadas ya implantadas no realizan apenas nuevas contrataciones. Tenga uno o
no espíritu emprendedor está forzado a emprender, pues la alternativa es la
nada.
Este contexto también justifica que, más recientemente, se
aluda al “emprendimiento corporativo”, conforme al cual, quien se halla inserto
en una estructura ya instituida también puede emprender, aprovechando para
mejorar la organización, su actuación o intensificar sus rendimientos, en
cualquiera de las formas en que estos pueden ser medidos.
Lo que nos ha impactado, y es una vía no diremos que
inexplorada pero sí que es una sobre la que se reflexiona menos, es que el
emprendimiento siempre se asocia con crear, aunque también se puede asociar,
por el envés, con “destruir”, al menos, aparentemente.
En el ámbito económico la idea no es nueva, y ahí tenemos la
conocida, según Schumpeter, como “destrucción creativa”, que es la esencia
misma del capitalismo, e implica el sometimiento de las empresas a una
continuada evaluación, en la que lo viejo convive con lo nuevo, y de este
choque resulta algo materialmente menguado pero innovador y mejor que lo
anterior (ciertamente, es inevitable un claro eco darwiniano).
Por tanto, una vez constituida la empresa y puesta en valor,
lo ideal sería “salir” de la misma justo cuando la línea de los beneficios está
comenzando a llegar a la cumbre y el gráfico anticipa el comienzo del descenso,
ya sea por un fracaso o agotamiento del modelo, por el entorno económico o por una
combinación de ambas circunstancias. Lo normal será que el emprendedor o
empresario, no sus asesores, intuya la llegada de este momento, y ponga el
marcha el proceso de “fuga”.
¿Cómo nos influye, en nuestra condición de juristas que
asesoran a terceros, este proceso? Lo primero es que hemos de ver más allá,
como mostrábamos al comienzo, de los rudimentos para constituir jurídicamente y
dotar de recursos financieros a una empresa, lo que parece ser la esencia de un
emprendimiento mal entendido, pues a veces parece más relevante lo rápido que
se constituye una sociedad limitada o anónima que su misma base material y
personal, amparada en algo tan intangible como es la intuición de una
posibilidad de negocio, que es lo que dotará de “la chispa de la vida” a la
empresa.
Habrá que manejarse, más bien, en el conocimiento de la venta
del negocio, en la sucesión empresarial, en la subrogación contractual, en el
impacto fiscal y contable para los socios, en la limitación de la
responsabilidad de los administradores, y hasta en la liquidación de la empresa.
Paradójicamente, si nuestro cliente es un verdadero
emprendedor, será en esta etapa final, una vez realizados sus beneficios,
cuando tendremos que regresar al comienzo y demostrar nuestra pericia en cómo
se crea una nueva empresa, pero no partiendo de la nada, sino con los elementos
materiales e inmateriales atesorados en la experiencia empresarial previa.
Por último, un breve apunte sobre nosotros mismos como
empresarios, no como asesores de terceros. En las profesiones muy
personalistas, en las que el cliente no busca tanto un bien o un servicio sino
las condiciones inherentes a una concreta persona que lo produce u ofrece,
respectivamente, no es tarea sencilla la de disociar a esta del negocio, por lo
que el proceso de cambio que hemos mostrado es arduamente aplicable. Se puede
mejorar o sofisticar el “know-how”, se puede perfeccionar el envoltorio, pero
será la persona, que es insustituible, la que estará perennemente en el centro.
Para bien o para mal, en profesiones como la abogacía, sobre
todo cuando no hay de por medio grandes despachos de abogados que adoptan una
forma societaria, la empresa es perpetuamente indisociable de la persona, con
una sola salvedad, que nos hace recordar el artículo 1.595 del Código Civil,
que resuena como una advertencia: “cuando se ha encargado cierta obra a una
persona por razón de sus cualidades personales, el contrato se rescinde por la
muerte de esta persona”.
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