—¿Ves ese gran barco fondeado en la
bahía?
—Sí, claro…
—¿Qué es?
—Parece un portaaviones…
—Sí, efectivamente… de segunda mano. Se
lo compramos a Estados Unidos y oficialmente se llama Minas Gerais… pero ¿sabes cuál es su nombre más popular…?
—Non
se.
—A
Divida Frotante, la deuda pública flotante, como expresión de nuestras
miserias presupuestarias y nuestro gran endeudamiento internacional.
Ramón Tamames
(2013), «Más que unas memorias».
El debate sobre si los Estados deben o
no recurrir al endeudamiento viene de antiguo. Desde los postulados económicos
clásicos, partiendo del mismo Adam Smith, no se rechazó de plano el recurso a
la emisión de deuda pública, sino que se estimó que ésta debía quedar reservada
para supuestos bien delimitados. Así, se perfiló la conocida como «regla de oro
de las finanzas públicas», que implica que el gasto corriente debe ser cubierto
con impuestos (y otros ingresos de naturaleza no financiera), en tanto que el
recurso al endeudamiento público sólo sería admisible para hacer frente a los
gastos de inversión, cuyos beneficios se extienden a lo largo del tiempo.
A la visión clásica se opuso con fuerza,
bastantes años más tarde, la «keynesiana», que sostuvo que la deuda puede ser
necesaria para la generación y el mantenimiento de elevados niveles de empleo,
especialmente en épocas de crisis económica.
Ambos cuerpos doctrinales presuponen una
cierta «solidaridad intergeneracional», más laxa o atenuada en el primer caso,
pero más intensa en el segundo.
Como síntesis, no sin resistencias, en
los últimos años se han consolidado posiciones según las cuales el déficit
público y la deuda pública, siendo admisibles, no deberían superar ciertos
umbrales. Un claro ejemplo lo hallamos en el Pacto de Estabilidad y
Crecimiento, que establece un límite del déficit público del 3 por ciento, y
del 60 por ciento para la deuda pública, en relación con el PIB. ¿Por qué estos
límites y no otros? Seguramente no existan umbrales objetivos aplicables a
todos los casos. La polémica suscitada a propósito de los estudios sobre la
deuda pública de diversos países y su evolución histórica realizados por
Reinhart y Rogoff (2009), y sus supuestas deficiencias metodológicas, acredita
cómo se pueden caldear los ánimos al poner la raya de lo aceptable o de lo
odioso más arriba o más abajo.
Stiglitz, en otra obra tampoco exenta de
controversia, expone en «El precio de la desigualdad» (2014), que a lo largo
del siglo XIX y buena parte del siglo XX los países «sobreendeudados» eran los
pobres que debían dinero a los bancos de los países ricos, los cuales tenían
que hacer frente a invasiones militares o al uso de la fuerza en caso de default, como ocurrió en Méjico, Egipto
o Venezuela. Tras la Segunda Guerra Mundial la función de presión sobre los
deudores se trasladó al Fondo Monetario Internacional, pues «los países cedían,
a todos los efectos, su soberanía económica a un organismo que representaba a
los acreedores internacionales».
Lo cierto es que hemos sido testigos de
la aplicación de recetas reservadas tradicionalmente a los países en vías de
desarrollo a otros pretendidamente sólidos y avanzados, como Grecia, Irlanda,
Portugal, Chipre o, con menor intensidad, nuestro propio país.
En 2007 la relación de la deuda pública
española con el PIB era baja, del 36 por ciento, en comparación con el 66 por
ciento del área del euro (Banco de España, 2013). Esta inicial posición de
ventaja reflejaba los años de «esplendor inmobiliario», cuya genuina factura
está siendo asumida por nosotros y lo será por nuestros descendientes, una vez
que la música haya cesado.
2031 se cerró con una deuda pública del
93,9 por ciento en relación con el PIB, que ronda el billón de euros. Según
Maudós (2014) que toma como fuente al Fondo Monetario Internacional, «la ratio
alcanzará el 99% en 2014, alcanzará un máximo del 105,5% en 2017 y caerá pero
solo medio punto en 2018».
Para 2015, los Presupuestos Generales
del Estado reservan una partida para el pago de los intereses de la deuda
pública de unos 35.500 millones de euros.
A pesar de todo, la tensión a la que nos
someten nuestros deudores va disminuyendo paulatinamente, la prima de riesgo se
rebaja y regresa la inversión extranjera, pero hemos de ser conscientes de la
enorme carga que la deuda en sí y los intereses devengados representan, y de que
la devolución de la primera y el pago de los segundos recaerán sobre los hombros
de las generaciones futuras, que poco o nada han tenido que ver con la etapa de
generación masiva de deuda.
Banco de España (2013):
«La evolución de la deuda pública en España desde el inicio de la crisis»,
Boletín
Económico, julio-agosto, pág. 77.
Maudós, J. (2014): «Cómo
detener el crecimiento de la deuda», Expansión, 28 de marzo, pág. 43.
Reinhart, C.M. & Rogoff, K.S. (2009): This Time Is Different: Eight Centuries of
Financial Folly, Princeton University Press.
Stiglitz, J. (2014): El precio de la desigualdad, Ed. Punto
de Lectura, 1ª ed., febrero, pág. 194.
Tamames, R. (2013): Más que unas memorias, RBA, 1ª ed.,
marzo, págs. 398 y 399.
(Originariamente publicado en Qué Aprendemos Hoy)
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