Rafael Muñoz Zayas es
un joven poeta y narrador panameño, nacido en 1972. Digo que es joven porque en
su profesión, a diferencia de en otras, con cuarenta y pocos años quizá no se haya
alcanzado la madurez creativa. Obviamente, algunas de las estrellas del
firmamento de nuestros días, como Messi, Ronaldo o Belén Esteban, con su edad
están amortizadas.
Ha recorrido medio
mundo, tanto del civilizado como del que no lo es tanto, mostrando sus dotes.
Ha
publicado los poemarios Leucemias infinitas (1996)
y Sones de dicha (2001) -este último obtuvo el Premio de Poesía Ciudad de Ronda-.
En 2011 se reeditó Canto del mal soldado (Musa a las nueve). Tierra de
provisión (Libros del aire, 2013), es su último libro publicado. En 2006
publicó la novela Malestar (Kailas).
Estoy seguro de que
tiene escrito mucho más, y aquí discutimos con frecuencia, pues yo creo que el
autor (literario y luminoso como él o técnico y árido como yo) debe publicarlo todo, y él afirma
que no hay necesidad de tal derroche. Algunos de sus argumentos se recogen en
este post de su blog La cabina de combate,
que transcribo más abajo, al que se puede acceder directamente aquí.
Además, Rafael sabe
mucho de finanzas y es mi amigo. Él me enseñó a escribir las comillas en vez de
con Mayúsculas y 2 con Alt y 174 (como apertura) y con Alt y 175 (como cierre).
Le estaré eternamente agradecido por esta revelación. Seguro que en el estilo
de este post hay algo que le disgusta, pero, como una vez dijo un conocido común,
«a pesar de todo hay que tener a alguien como Rafael cerca».
Frank Kafka for
president
La imagen de una mujer
en una manifestación con una pancarta en la que se podía leer «Franz Kafka for
President» me ha acercado de nuevo a su escritura, a las vicisitudes que su
obra ha soportado a lo largo de los años transcurridos desde su muerte en junio
de 1924. La imagen, tomada por David Fenton en una manifestación en la ciudad
de New York, en 1968, no será el primero ni el último de los extrañamientos que
suceden tras su muerte. El mismo hecho de que hoy día esa imagen circule por
internet, como un pequeño post viral, de muro en muro y de correo en correo, no
debería dejar de extrañarnos.
En cierto modo, la
imagen de Kafka es un ejemplo opuesto a la figura de Salinger, más aún si
pensamos en la repercusión pública que tuvo la difusión de su obra durante su
vida y la actitud tan diferenciada entre estos escritores y el entorno que les
rodeaba. Son tantas las diferencias que, cuando medito sobre todo lo que les
separa, sería mejor escribir sobre las coincidencias entre uno y otro, más que
en sus diferencias.
Y así me encuentro
tirando un poco del hilo de la escritura secreta y privada, estirando el ovillo
de Ariadna que no nos puede conducir al exterior de nuestro propio laberinto.
Estar de nuevo frente al tema del deseo de la escritura como placer personal,
como labor íntima que no debe de ser descubierta ni ofrecida a los otros frente
a la imposibilidad de dar luz a lo escrito, como una suerte de silencio
impuesto por las circunstancias externas al autor. En cierto modo, la
tecnificación de la comunicación y su masiva implantación en la sociedad humana
contemporánea han evitado que este mal particular se extienda como un cáncer
entre los creadores, en los tiempos actuales, frente al deseo de comunicar se
impone la necesidad de monetizar el esfuerzo creador y darle la capacidad de
generar ingresos que permitan a los escritores —y toda suerte de artistas en
general— la posibilidad de vivir de su esfuerzo creador.
Ya Aldous Huxley, en
1931, se anticipó a la irrupción de los avances tecnológicos que iba a procurar
en el mundo de la cultura un cambio sin precedentes cuando escribía lo
siguiente: «Por cada página que hace cien años se publicaba impresa con
escritura e imágenes, se publican hoy veinte, si no cien. Por otro lado, si
hace un siglo existía un talento artístico, existen hoy dos. Concedo que, en
consecuencia de la instrucción escolar generalizada, gran número de talentos
virtuales, que no hubiesen antes llegado a desarrollar sus dotes, pueden hoy
hacerse productivos. Supongamos pues… que haya hoy tres o incluso cuatro
talentos artísticos por uno que había antes. No por eso deja de ser indudable
que el consumo de material de lectura y de imágenes ha superado con mucho la
producción natural de escritores y dibujantes dotados». Aunque su opinión personal
puede compartirse o no por otros matices que merecerían un post aparte, resulta
revelador la percepción que posee acerca de la tecnología como herramienta
amplificadora de las artes y, por extensión, de cómo en la sociedad actual el
valor del silencio del creador asume unos roles no comparables con lo de las
épocas anteriores a la irrupción de la web 2.0.
Vuela de este modo la
mirada a la figura de Kafka y a su deseo, incumplido, de que su obra inacabada
fuera destruida a su muerte. Al igual que Virgilio, sentía que lo inconcluso,
lo inacabado, no debía ser puesto en conocimiento público, sentimiento que
refleja una mezcla de pudor y responsabilidad creadora que puede chocar con la
de cierta exhibición impúdica de otros autores, como es el caso de Bukowski,
que aunó en la misma proporción un impulso creador sumamente prolífico con una
escasa autocensura a la hora de dar luz a sus textos, siendo su aparente
frescura y espontaneidad uno de sus valores más apreciados, pero que dejaron
poco material inédito —y de valor discutible— una vez fallecido. Con respecto a
Virgilio, Plocio Tuca y Lucio Vario hicieron, en su caso, las veces de Max Brod
para la Eneida, sin que tuviéramos la suerte o la desgracia de conocer el
original que no llegó a terminar Virgilio, y sí la versión última que sus
albaceas transmitieron y que ha llegado hasta nuestros días, versión que
durante generaciones ha sido tomada como canon poético, y que, ya perdido hace
mucho ese valor, ha pervivido hasta nuestros días por valores que lo atan al
acervo cultural de Occidente.
Dejar de lado el papel
que ocupa Max Brod con relación a la obra de Kafka es sumamente difícil a la
hora de comprender la transmisión de sus escritos, tanto en su papel de
salvador como de deformador, con su brillante capacidad para crear toda un
banco de niebla ante la primera palabra escrita de Kafka y su llegada a sus
lectores durante cerca de cincuenta años. Pues Max Brod, en tanto que modificó
sutil o sustancialmente las novelas que nos han llegado de Kafka, dio luz a sus
demonios interiores, demonios distintos a los de Kafka, no cabe duda, y cuya
visión fue reproducida hasta que a su muerte, en 1968, los originales de Kafka
pudieron ver la luz tal y como éste los concibió. Un ejemplo lo encontramos en
la novela El proceso. En la obra original de Kafka, el protagonista de la
novela, K., visita recurrentemente a Fräulein Elsa, una prostituta que regenta
una especie de mesón, mientras que en la obra que Brod da a la publicación
nunca es visitada por este. Para
Taylor Klingensmith, en The Nature of Man and Joseph K., nos indica lo
siguiente sobre este personaje: “Perhaps the woman who sheds the most light
onto the life and nature of Joseph K. as they pertain to women is the elusive
but provocative Elsa. Definitely one of the more anonymous characters within
the novel, as she only has a small number of appearances as compared to the
women previously discussed [Fraulein Burstner], she nevertheless proves
essential in demonstrating a simple truth about the protagonist.” Una
verdad que dejo en manos de los lectores y que ando un poco lejos de compartir.
Entre las lecturas de
estos días hay una que traspasa el peso de la decisión al propio Kafka. No
recuerdo la cita literal, pero venía a decir que si Kafka de verdad hubiera
querido que la obra que dejó como legado a su muerte hubiera sido destruida,
debió de haber ejecutado este deseo por su propia mano, en vida. Vida y muerte
en la mano del autor para su obra, podríamos pensar. Puede que Kafka supiera de
antemano que sus amigos se negarían a ello y que harían todo lo posible por
publicar su obra, en especial Max Brod, su albacea. Aunque es muy posible que
Kafka, sabiendo que la repercusión que tuvo su obra mientras vivía fue muy
reducida, no tuvo en cuenta la posibilidad, tan azarosa, de la repercusión que
ha merecido con el paso de los años. Tampoco imagino que llegara a pensar en
que Max Brod fuera a malear a su antojo la estructura, los personajes, el
estilo y contenido de las mismas en algunos casos y en otras a modificar el título
de la obra. Pese a ello, lo que verdaderamente interesa de la obra de Kafka es
su proceso de creación, la íntima vinculación existente con el yo literario
expresada de forma inequívoca a través de sus textos deícticos y su
correspondencia, así como de las transcripciones que sus amigos hicieron de las
conversaciones que sostuvieron. En una carta a Max Brod le decía que la
redacción de El castillo era «un descenso hasta los poderes oscuros». Un
descenso lleno de nieblas, como el de todo acto creativo.
No sé qué se le hubiera
pasado por la cabeza a Franz Kafka si hubiera vivido para ver su nombre escrito
en una pancarta en New York reclamándole para presidente. Qué tipo de
pesadillas le sacudirían, qué asombro se dibujaría en sus ojos, en qué cubículo
de su mundo interior alojaría esta visión. A mí, pensarme en un mundo gobernado
por su creación me sumiría en un terror sin límites.
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