En el voto particular
de la sentencia del Tribunal Supremo de 25 de marzo de 2015 se declara
abiertamente que el «posible riesgo de trastornos graves o sistémico en las
entidades financieras […] en la actualidad ha desaparecido merced al
saneamiento financiero efectuado».
Es cierto que el razonamiento
de la Sala Primera del Tribunal Supremo para argumentar el efecto retroactivo temporalmente
limitado asociado a la declaración de nulidad de las cláusulas suelo es más que
discutible jurídicamente, pero una cuestión diferente es que se afirme como
hecho, con esta candidez, que el sistema financiero español, incluso el
europeo o el mundial, estén saneados. Más bien todo lo contrario.
En estos días, los tipos de interés, que son un elemento básico tanto para la economía como
para los sistemas financieros, se acercan a cero o son negativos. Nunca, ni siquiera
en la Gran Depresión que siguió al crac bursátil de 1929 y antecedió a la devastación, llegó a ocurrir esto.
Las consecuencias de
que el estancamiento secular y los bajos o negativos tipos de interés se
prolonguen en el tiempo son desconocidas. Lo que deberíamos tener claro es que
la siguiente gran crisis, que necesariamente llegará antes o después, no tendrá
nada que ver con las anteriores, es decir, no guardará relación con los bulbos
de tulipán ni con el crédito inmobiliario. Lo que sí es seguro es que la
avaricia y la estupidez humana, atributos que ningún régimen político, ni
siquiera totalitario, podrá destruir, siempre tendrán un papel preponderante que
desempeñar.
Al igual que cuando un
volcán entra en erupción o la tierra tiembla hay pequeñas señales, anticipos,
de lo que puede llegar a ocurrir, estamos presenciado fenómenos, casi
anecdóticos, que son el runrún de lo que se avecina si no somos capaces de evitarlo.
Nos referimos, por
ejemplo, a que los préstamos a tipo variable concedidos a los particulares
estén arrojando posibles liquidaciones negativas, es decir, liquidaciones en
las que por haber descendido el tipo pactado por debajo de cero, se plantee la
interesante cuestión de si los prestamistas deberían pagar intereses a los
prestatarios. Es decir, el mundo al revés. Si los jurisconsultos romanos
levantaran la cabeza…
También estamos
presenciando casos en los que los inversores en deuda pública de ciertos
Estados aceptan un interés negativo, esto es, asumen pagar al Estado emisor
por confiarle su dinero. A simple vista, parece absurdo.
Las categorías
jurídicas pueden carecer de la flexibilidad suficiente para dar las respuestas
adecuadas a estas extraordinarias y excepcionales situaciones, que, sin
embargo, sí parecen contar con un respaldo o explicación económica. Por ello,
se nos antoja imprescindible el «paper» publicado el 22 de abril de 2015 por el
Banco de Pagos Internacionales, que sirve, sin duda, para dar una respuesta
certera a muchas de estas agobiantes cuestiones. Se trata del documento titulado «Ultra-low or negative interest rates: what they mean for financial stability and growth», de Hervé
Hannoun.
De entrada, las
políticas monetarias no convencionales están llamadas a ser temporales, pero,
seis años después del comienzo de su aplicación en las economías más avanzadas,
la normalización no parece cercana.
Algunos países europeos
como Dinamarca, Suecia o Suiza han introducido tipos de interés, o de depósito
en los bancos centrales, negativos. Este escenario no fue considerado ni por el
mismísimo Keynes, quien acuñó la aterradora metáfora de la «eutanasia de los
rentistas». Por ello, concluye Hannoun, se han superado «las fronteras de lo
impensable». Algo va mal también en Norteamérica, pues la retirada de las
medidas excepcionales, anunciada meses atrás, se ha pospuesto sine die.
Que los tipos de
interés sean bajos o negativos persigue varios fines a corto plazo:
1. Desincentivar el ahorro
e incentivar pedir prestado, tanto a través de los canales bancarios como de los
mercados de bonos. Por parte de la banca, que los tipos de depósito en los
bancos centrales sean negativos implica que se penalice la inmovilización del
dinero y se aguijonee a las entidades para conceder crédito. Podría ser que los
bancos no concedieran crédito y repercutieran los tipos negativos a los
clientes.
2. Un aumento del valor de
los activos financieros y una disminución de sus rendimientos periódicos
(rentas, dividendos…).
3. La búsqueda por los
inversores de mayores rentabilidades asumiendo más riesgos (por ejemplo,
saliendo de la inversión en bonos para canalizarla hacia la renta variable).
Asociado a este efecto, la realización de inversiones de más baja rentabilidad
pero a más largo plazo, y que se prefiera la inversión financiera a la dirigida
a la economía real.
4. El intento de que la
inflación se eleve hacia el 2%, como abiertamente manifiestan, en general, los
bancos centrales occidentales, y se evite la bajada de precios o deflación.
5. La depreciación de las
monedas, lo que propulsa las exportaciones netas y, por tanto, el crecimiento y
el empleo. Reflejamente, de lo anterior deriva una mayor inflación. Por
supuesto, las «guerras de divisas» quedarían servidas, en un juego de suma cero
que no beneficiaría a nadie.
Las malas noticias se
relacionan con los efectos a largo plazo de la prevalencia de los tipos de
interés bajos o negativos:
1. Unos Estados muy
endeudados no tendrán incentivos para rebajar la deuda; al contrario, tenderán
a pedir prestado más dinero. La disciplina fiscal será una quimera. Se
debilitará la función disciplinadora y ordenadora de los mercados y se
perpetuará el modelo de dependencia de la deuda.
2. Los mercados
financieros serán atraídos por la política monetaria y no prestarán atención a
la economía real y a las necesarias reformas estructurales llamadas a
consolidar el crecimiento real y la productividad. Las economías de muchos
países están atrapadas en una recesión de balance («balance sheet recession»),
lo que dificulta la efectividad de la política monetaria. Las entidades
bancarias con el pulso bajo tampoco coadyuvan a transmitir los impulsos
monetarios con la concesión de crédito. Por ello, lo primero sería reparar con
rapidez los balances mediante la introducción de reformas estructurales. La
acomodación monetaria puede «comprar tiempo» pero no puede sustituir a las
reformas. Los altos niveles de deuda muestran que los balances no han sido
reparados. Las altas tasas de desempleo y el crecimiento anémico sugieren que
las «fichas» no han encajado aún donde debieran.
3. Las evaluaciones de
mercado se deben basar en los fundamentales y no en las decisiones de los
bancos centrales. Los precios de los bonos y los de las acciones ni mostrarán
el riesgo adecuadamente ni se corresponderán con la realidad. El «momento
Minsky», es decir, la pérdida simultánea y generalizada de la confianza en
valoraciones artificialmente infladas, terminará llegando.
4. Las entidades de depósito
tradicionales se plantearán si trasladan a sus clientes los tipos de interés
negativos o asumen el impacto en sus márgenes de intermediación, lo que
afectaría a la capacidad para generar beneficios. Pero, es de Perogrullo, si un
banco cobra a sus clientes por recibir en depósito sus fondos, los clientes se
plantearán a quién confían sus recursos. Esto reforzaría, en un entorno de
innovación tecnológica, otros canales de desintermediación financiera y a
ciertas monedas virtuales. El sistema financiero, tal y como lo hemos conocido
hasta hoy, llegaría a su fin.
5. La creencia de que con
las medidas monetarias no convencionales se pueden superar las dificultades
iría quedando socavada paulatinamente, generando desilusión y la pérdida de
confianza en la credibilidad de los bancos centrales. La confianza en la
economía de mercado podría resultar mermada. Los más desilusionados serían los
ahorradores, al comprobar como los principales beneficiados de este escenario
son los deudores. Los ganadores serían los Estados endeudados, y los perdedores
los ahorradores y los pensionistas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario