Los
numerosos escándalos de corrupción política y financiera que nos rodean en la
actualidad nos hacen reflexionar acerca de por qué ciertos individuos
desarrollan conductas poco éticas que, sin embargo, no van siempre acompañadas
de una sanción, que puede abarcar desde la devolución de las cantidades
indebidamente percibidas hasta, en el peor de los casos, el ingreso en prisión.
Fernández
de la Gándara
afirmaba acertadamente allá por 1993 en su magnífico discurso de apertura del
año académico 1993-1994 de la
Universidad de Alicante, titulado «Derecho, ética y negocios»,
que «(…) todas las corrientes de pensamiento en favor del establecimiento de un
contenido ético específico en el comportamiento de los operadores económicos se
originan, (…) en períodos históricos en que las instituciones jurídicas y las
estructuras fundamentales de la sociedad están en crisis».
En
su obra «El gran crash de 1929», J.K. Galbraith venía a decir algo similar al referirse
a la misma: «(…) cada vez que la obra estaba a punto de ser descatalogada y
desaparecer de las librerías, un nuevo episodio especulativo (…) estimulaba el
interés por la historia de aquel gran caso [el crash de 1929] de prosperidad y
súbito desplome del mercado de valores (…)».
Vivimos,
para bien y para mal, en un mundo cada vez más globalizado, donde la
competencia entre individuos o compañías se ha tornado feroz, posibilitando que
todo parezca dominado por una especie de «darwinismo
social», que habilita a cualquiera para desarrollar una conducta poco ética
con tal de perseguir un único objetivo: su propio interés particular, su propio
lucro y beneficio.
En
esta poda del Estado del Bienestar tan trabajosamente logrado, los Poderes Públicos
tratan de subsistir, recortando de aquí y de allí, para evitar perder
independencia y autonomía, pero apenas pueden atender, de veras, la consecución
de los fines de interés general, por el que nadie se parece preocupar hasta que
ya es demasiado tarde. ¿Realmente justifica el fin los medios?
Los
conflictos de interés están a la orden del día en el mundo de los negocios, donde
se toman decisiones importantes no sólo para el devenir de una compañía
concreta y sus socios, sino también para el del sistema financiero y la
economía en general.
Cuando
aparece un conflicto de interés, la decisión que se tome estará sesgada hacia
uno u otro lado y, por tanto, no siempre será la más eficiente para el conjunto
de los individuos. La norma legal marca a veces los márgenes de actuación
aceptables, pero, cuando esto no ocurre, ¿dónde están los límites?
Si
aplicamos esta lógica a una institución financiera con gran peso en el mercado,
obtenemos que la eficiencia del sistema financiero se podría estar viendo
perjudicada por la conducta poco ética de algunas instituciones que participan en
el mismo y que anteponen sus intereses particulares a los de sus clientes, que
en teoría, son los que les otorgan su razón de ser, o al interés general.
No
obstante, merece la pena destacar que en el mundo financiero, siguiendo la
denominación acuñada en los países anglosajones, existe la dualidad entre «hard law» (ley dictada por el Estado
conforme a los procedimientos establecidos constitucionalmente) y «soft law» (consejos o recomendaciones
procedentes de instancias que gozan de determinado reconocimiento o prestigio).
Mientras
que la ley debe ser cumplida por una evidente necesidad jurídica, los criterios
que conforman el «soft law» no se
cumplen por su carácter jurídicamente vinculante sino porque si se cumplen
implican el «premio» del mercado.
El
incumplimiento de la ley se sanciona, pero el de las recomendaciones carece de
sanción. Esto nos permite colegir que las recomendaciones pueden estar cerca de
las normas éticas, pues su incumplimiento no acarreará consecuencias negativas
para el infractor (aunque su observancia implicará, casi con toda seguridad, el
respaldo del mercado, como decíamos).
En
un artículo anterior («Un sistema financiero… ¿ético?», López Jiménez, 2009) ya
señalamos que: «(…) si desarrollar un comportamiento ético presupone cumplir
con la ley y con criterios económicos, de eficiencia y eficacia, la ética
aporta poco al funcionamiento del sistema (…). Por tanto, más que con normas
éticas (…) con lo que debemos contar es con normas jurídicas suficientes y
efectivas, desde las de carácter privado hasta las penales, pasando por las
brindadas por el Derecho administrativo».
Por
tanto, el verdadero peligro para el sistema radica en la insuficiencia o en la no
aplicación de las normas jurídicas, ya que esto creará un incentivo perverso, pues aquél que sí cumple verá como otros
incumplidores «sacan tajada» y no responden ante nadie por sus acciones.
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