El
esfuerzo dedicado al seguimiento de un sistema financiero en permanente y
profunda transformación, con todas las tensiones del día a día, me impide
prestar la atención que desearía —y que debiera— a ámbitos ajenos a las
finanzas pero mucho más enriquecedores.
En
uno de nuestros periódicos intercambios epistolares (entiéndase “epistolar” en
sentido amplio, para que tengan cabida los correos electrónicos y los mensajes
de WhatsApp), Rosa Freire me recomendó el libro “Hitch-22. Memorias: Confesiones
y contradicciones”, de Christopher Hitchens. No es inhabitual, por cierto, que
Rosa me escriba desde distantes ciudades en las que se encuentra de visita por
motivos de trabajo, y que su saludo venga acompañado, invariablemente, de
alguna reflexión de esas que aportan algo de color al momento, rodeado como uno
se encuentra de regulación procedente del Banco Central Europeo o de la
Autoridad Bancaria Europea, o de información sobre la última ampliación de
capital del Popular o el avance del Ibex-35.
Desde
su recomendación pasaron meses, pero en una de esas deliciosas tardes de sábado
en las que uno deambula por una librería (por FNAC, en concreto, todo hay que
decirlo), hojeando un libro por aquí y otro por allí, de repente me vi con “Hitch-22”
en mis manos. Sin pensarlo, me fui a la caja y lo compré sobre la marcha.
No
conocía a Hitchens, que falleció en 2011, a los 62 años de edad, y lamento de
veras este descubrimiento tardío, porque tras la lectura de “Hitch-22” he encontrado
a un personaje singular, más allá de que se puedan compartir sus opiniones o
no.
Hitchens
era un intelectual de izquierdas —en su origen— entregado a las cuestiones y
polémicas más complejas (el “problema” judío, la cuestión de Irlanda del Norte,
el terrorismo islámico, la existencia de Dios…) y a los debates más tensos. De
hecho, en la portada del libro figura, entre otras, una frase de Richard
Dawkins: “si te invitan a un debate con Chistopher Hitchens, no vayas”.
“Hitch-22”
son unas memorias en las que se recogen los orígenes familiares y sociales de
su autor, que evidentemente marcaron una impronta en este, pero también su
posterior devenir personal y profesional, en paralelo, dadas las numerosas y
extraordinarias personalidades con las que en algún momento de su vida entró en
contacto, con algunos de los hechos más cruciales del fin del siglo XX (las
crisis de Líbano, Gaza o Chipre, el ocaso de las dictaduras en Portugal, Grecia
y España, los ascensos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, la caída del Muro
de Berlín y del Telón de Acero, el fin del comunismo o la guerra de Yugoslavia,
por ejemplo) y los comienzos del XXI (los ataques del 11-S y la posterior
reacción norteamericana en Afganistán e Irak).
Entre
estas personas con las que Hitchens entabló alguna relación podemos citar,
entre muchas otras, a Edward Said, Norman Mailer, Gore Vidal, Agatha Christie, Noam
Chomsky, Henry Kissinger, Nelson Mandela, Jorge Luis Borges, Bill
Clinton, Salman Rushdie, Tom Wolfe, Oliver Stone… Sin embargo,
tras un frustrante encuentro con Isaiah Berlin, Hitchens llega a recomendarnos
lo siguiente: «acércate todo lo que puedas a los supuestos amos y señores e
intenta ver de qué están hechos. Mientras observaba a famosos eruditos y
catedráticos que intentaban mantenerse a flote aquí y allá, en mi carrera como
orador en la Oxford Union tuve la oportunidad de conocer a ministros y
parlamentarios “de cerca” y de cenar con ellos antes del acto y beber después,
y de asombrarme de nuevo ante lo ignorante y a veces simplemente estúpida que
era la gente que gobernaba el país».
El
padre de Hitchens era un oficial de carrera de la Marina británica, que
participó en la Segunda Guerra Mundial, y su madre una voluntaria en el
Servicio Femenino de la Marina Real, de origen judío, aunque siempre ocultó
este hecho, es posible, como afirma Hitchens, que con el fin de que su hermano
y él no pagaran “el impuesto de die
Judenfrage, la cuestión judía”, aunque sí quedó atrapado en “el infinito e
irreconciliable conflicto entre los valores de Atenas y Jerusalén”.
Sus
padres contrajeron matrimonio unos días antes del suicidio de Hitler, en abril
de 1945. Chistopher nació en 1949. La Gran Bretaña de la posguerra, por tanto,
marcó su infancia, que se vio dominada por dos grandes temas: “el primero era
la reciente (y terriblemente costosa) victoria de Gran Bretaña sobre las
fuerzas del nazismo. El segundo era la presente (y derivada) evacuación por
parte de las fuerzas británicas de bases y colonias que no podíamos mantener”.
Es
evidente que los años de infancia y adolescencia que Hitchens pasó en un internado
inglés (según Auden, lo más parecido a un “régimen totalitario”), sometido a
todo tipo de abusos, marcaran su forma de ser: “[…] podríamos haber hecho más
preguntas acerca de que se nos arrebatara nuestra intimidad, se nos alentara a
delatarnos unos a otros, se nos enseñara a adular a la autoridad y a atacar al
forastero vulnerable y se nos sometiera a toda clase de reglas que no siempre
era posible entender, y no digamos obedecer”.
No son de extrañar, por lo tanto,
las continuas referencias a George Orwell: «Comprendí que la señorita Austen y
el señor Dickens e incluso George Elliot habían escrito con compasión sobre la
gente corriente, pero todavía no me había dado cuenta de que se podía escribir
ficción sobre gente taciturna, orgullosa pero autocompasiva como nosotros, y me
impresionó profundamente la manera que tenía Orwell de imitar y “coger” el
tono. Si era fiable en aspectos esenciales como esos, razonaba, también podía
confiar en él en otros asuntos». Gracias a Homenaje a Cataluña, Christopher tuvo la impresión de que «la
guerra civil española era probablemente la única guerra “justa”».
Son
tan amplias las referencias históricas, literarias y sociales que Hitchens nos
ofrece en su exposición, tantos los juegos de palabras que arranca a un idioma
como es el inglés, que nos resulta complicado, como lectores, optimizar toda la
riqueza de “Hitch-22”.
Es
fácil advertir su amor por el lenguaje, hablado y escrito: “el lenguaje —siempre
el lenguaje— era la varita mágica tanto en la prosa como en la poesía”.
Mientras los jóvenes de su edad se dedicaban a otras tareas, él se convirtió en
un devorador de libros: «Quería que me dejaran solo con un montón de libros que
yo hubiera elegido. Y muy gradualmente, y como suele ocurrir, la lectura
omnívora empezó a ser más un poco más discriminatoria. Pasé mucho tiempo
revolcándome en los placeres del “buen libro malo”, como G. K. Chesterton (al
que luego plagió George Orwell) llamaba a este tentador género». No es de
extrañar que su palabra favorita del inglés fuera “library” (biblioteca).
Al
mismo tiempo que el mundo bordeó la hecatombe nuclear con la “Crisis de los
Misiles” de Cuba, Hitchens accedió a “Leys School”, en Cambridge: “sentí un
asco furibundo ante la idea de ser sacrificado en un disputa de Estados Unidos,
que en buena medida parecía provocada por Kennedy”. No sin una pizca de envidia
leemos lo siguiente: “Estaba en una ciudad sofisticada con una mina de cultura.
(Una noche me descubrí sentado en la capilla del King´s College, escuchando a
Yehudi Menuhin, frente a un Rubens recientemente adquirido, La Adoración de los Magos”.) Fue
entonces cuando comenzó a ser percibido como un “pseudointelectual” y a
bosquejarse en Hitchens la idea de ganarse la vida con la escritura (según Cavafis:
“el picor de escribir”).
En
los años de Leys leyó el Manifiesto
Comunista de Marx y Engels (“me di cuenta de que estaba leyendo un soberbio
homenaje a las propiedades y cualidades revolucionarias, pero no solo de la
clase trabajadora, sino del capitalismo”) y primero oyó y después escuchó a Bob
Dylan, “uno de los poetas esenciales de nuestro tiempo” (con toda seguridad,
Hitchens habría aprobado el Nobel de Literatura que le fue concedido a Dylan en
2016).
Posteriormente,
coincidiendo con los revolucionarios años 60, con su culminación en 1968, Hitchens
llegó a Oxford. Aquí se produciría un encuentro clave con Peter Sedgwick, “un
tipo pequeño, levemente deforme […] con penetrantes ojos azules y unos rizos
ralos y ásperos”, por quien Hitchens supo que “[…] de ningún modo era la clase
un asunto muerto, y que en los talleres y las fábricas de Gran Bretaña había un
creciente movimiento obrero que buscaba democratizar el acto del trabajo en sí
y poner fin a las derrochadoras desigualdades de la competencia capitalista. En
cambio, el gobierno laborista estaba formando un Estado corporativo: una
alianza entre el gran capital, los burócratas de los sindicatos y el gobierno,
de la que surgiría una jerarquía impermeable”.
No
deja de ser interesante la interpelación de Sedgwick, que conecta con el
keynesianismo, sobre la tendencia a la guerra del mismo capitalismo: «Gran
parte de la oleada de pleno empleo que siguió a 1945 e hizo que la Gran
Depresión pareciera tan lejana se basaba en una suerte de keynesianismo
militarizado: “una economía armamentística” que mantenía las líneas de montaje
y los sueldos pero nos exponía a todos a una autoridad no electa y uniformada
y, finalmente, a la mera barbarie que seguiría al “intercambio nuclear”» (hay
que reiterar que este contacto se produjo en plena Guerra Fría, cuando la disuasión
estuvo bien cerca de una acción efectiva que con casi toda probabilidad habría
acarreado el fin de la humanidad).
Gracias
a Peter Sedgwick Hitchens adquirió “una base en la historia alternativa del
siglo XX”, y supo a tiempo que Rosa Luxemburg ya advirtió a Lenin de la tiranía
que estaba por venir en 1918, o de la resistencia internacional de Trotski
contra Stalin. Así se produjo su reclutamiento por «la revolución dentro de la
revolución, o en una izquierda que estaba en la izquierda, pero no pertenecía a
la “izquierda” tal y como normalmente se entendía»: “No nos dejábamos el pelo
demasiado largo, porque queríamos mezclarnos con los obreros en las puertas de
la fábrica y las casas que proporcionaba el gobierno. No tomábamos drogas, que considerábamos
una forma de escapismo patética y debilucha, casi tan despreciable como la
religión […]. El rock and roll y el sexo estaban bien”.
De
su viaje de juventud a Cuba, nuestro irónico autor da cuenta de que tras las dos
primeras horas de discurso de Fidel ya le parecía haber entendido los
principales aspectos de su doctrina, y que “un par de horas después estacaba
casi listo para irme y buscar una cerveza fría”. De aquel encuentro le chocó la
abundancia “de prostitutas jóvenes en los alrededores del mitin” («la escena de
las putas en Santa Clara era más espeluznante que cualquier cosa imaginable en
una sociedad “burguesa”») y el eslogan que leyó en los baños públicos: “Libertad
para los maricones”.
Con
el paso de los años Hitchens superaría esta afiliación política, para
mantenerse, como era habitual en él, entre dos aguas, como nota al pie o al margen, pero sin ataduras ni rígidas adscripciones ideológicas: “[…] en 1982
hacía mucho que el comunismo había pasado el punto en el que necesitaba algo
más que la vieja ecuación de la historia y el cubo de la basura”.
Más
adelante, en 2007, tras muchos años de estancia, Christopher Hitchens
se convertiría en ciudadano de los Estados Unidos, un país con el que su
destino quedó definitivamente unido, en ciudades como Nueva York o Washington,
entre otras. No sabemos si por convicción o como provocación, cuando testificó
ante del Congreso de los Estados Unidos durante el proceso de impugnación de
Bill Clinton se identificó como ciudadano de la Unión Europea: “esto encajaba
aproximada pero cómodamente con la idea de que seguía siendo un
internacionalista”.
En
el último párrafo del libro se sintetiza el legado de Hitchens: “[…] Tras
varias lealtades pasadas, he llegado a creer que Karl Marx tenía toda la razón
cuando recomendaba una duda y autocrítica continuos. Pertenecer a la tendencia
o facción escéptica no es, en absoluto, una opción blanda. […] creo que, el
tiempo que me quede de vida, seré bastante feliz viendo si puedo emular la
modestia del comandante Hitchens [su padre], para decir que al menos sé lo que tengo
que hacer”.
El
día que Rosa Freire me recomendó la lectura de Hitchens creo recordar que yo
le aconsejé la de Thomas Piketty y su obra “El capital”. Espero que me haya
perdonado por la sugerencia…
No conocía a Hitchens, menos mal que hay personas como tú, que nos lo muestran con claridad.
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