«Estar en deuda», «deber algo a alguien»,
«no deber nada a nadie»… La deuda es un fenómeno milenario, que antes que jurídico
fue antropológico, psicológico y sociológico, como ha mostrado David Graeber en «Debt.
The first 5,000 years» (Melville House, 2012).
Según ya hemos escrito con anterioridad a propósito de la dependencia de los Estados del recurrente «chute de liquidez» suministrado por los mercados, pero con validez para todos los deudores y formas
de deuda, «[…] qué duda cabe de que la relación entre acreedor y deudor es
claramente de jerarquía, de subordinación de este a aquel, tanto desde un punto
de vista jurídico como psicológico, verificable con la mayor precisión si se
pudieran conocer las garantías con las que cuenta el acreedor en el supuesto de
impago o incumplimiento del deudor. Llegados a ese punto de deterioro en la
relación acreedor-deudor, los límites entre el interés financiero y el no
financiero se difuminan, en menoscabo del primero y revitalización del
segundo».
Por cierto, Graeber, en el último
capítulo de su libro, explica que es tradición milenaria de China regar con
obsequios y privilegios a los Estados de su periferia a los que subyuga y
considera inferiores, sugiriendo que quizá sea esta una de las razones que justifica la
creciente financiación china vía suscripción de deuda emitida por los Estados
Unidos, a los que verían más como súbditos que como pares.
Para comprender una crisis de deuda
soberana, en curso desde 2010, como la griega, no viene mal traer a colación lo dicho por
Immanuel Kant, el gran filósofo germano nacido en Königsberg, en su opúsculo «Hacia la
paz perpetua» (1795):
«NO DEBE EMITIRSE DEUDA PÚBLICA EN
RELACIÓN CON LOS ASUNTOS DE POLÍTICA EXTERIOR.
Esta fuente de financiación no es
sospechosa para buscar, dentro o fuera del Estado, un fomento de la economía
(mejora de los caminos, nuevas colonizaciones, creación de depósitos para los
años malos, etcétera). Pero un sistema de crédito, como instrumento en manos de
las potencias en su lucha entre ellas, que puede crecer indefinidamente y que
permite, sin embargo, exigir en el momento presente (pues seguramente no todos
los acreedores lo harán a la vez) las deudas garantizadas (la ingeniosa
invención de un pueblo de comerciantes de este siglo) es un poder económico
peligroso, porque es un tesoro para la guerra que supera a los tesoros de todos
los demás Estados en conjunto y que solo puede agotarse por la caída de los
precios (que se mantendrán, sin embargo, largo tiempo gracias a la
revitalización del comercio por los efectos que este tiene sobre la industria y
la riqueza). Esta facilidad para hacer la guerra unida a la tendencia de los
detentadores del poder, que parece inherente a la naturaleza humana, es, por
tanto, un gran obstáculo para la paz perpetua; para prohibir esto debía
existir, con mayor razón, un artículo preliminar, porque al final la inevitable
bancarrota del Estado implicará a algunos otros Estados sin culpa, lo que
constituirá una lesión pública de estos últimos. En ese caso, otros Estados, al
menos, tienen derecho a aliarse contra semejante Estado y sus pretensiones».
Sin embargo, a veces la Historia permite a los deudores gozar de una
posición de negociación extraordinaria en comparación con su debilidad real.