Con un enfoque optimista, Mark Carney
(2014, pág. 1), Gobernador del Banco de Inglaterra y Presidente del Consejo de
Estabilidad Financiera («Financial Stability Board») ha afirmado que las
medidas para corregir las fallas sobre las que se edificaba el sistema
financiero se han completado sustancialmente, por lo que ahora contamos con un
sistema global más seguro, más sencillo y más justo. Las reglas de Basilea III,
a las que, en lo primordial, se han arrendado las posibles ganancias, estarán
operativas en 2019. La regulación uniforme del sistema financiero, se lee
entrelíneas, será una garantía de estabilidad y de leal competencia entre las
entidades, que sólo se podría ver cuestionada por la eventual e indeseable
balcanización del sistema.
Implícitamente, pues, se abraza una
visión económica en la que los capitales circulan libremente a través del
sistema financiero mundial, siguiendo las más puras tesis del «consenso de
Washington» (a estos efectos, nos remitimos a López Jiménez, 2014).
A nivel regional europeo ya se ha puesto
en marcha el Mecanismo Único de Supervisión (MUS) y se han tendido las líneas
maestras del Mecanismo Único de Resolución (MUR), cuyo fondo de rescate
comenzará a regir el 1 de enero de 2016 (aunque no estará plenamente dotado
hasta 2024).
El Mecanismo Único de Estabilidad (MEDE)
ya puede, desde diciembre de 2014, inyectar fondos en las entidades con
problemas, sin tener que pasar por los Estados (European Stability Mechanism,
2014), agravando, por tanto, las ya maltrechas de por sí cuentas públicas.
Todo el entramado europeo, erigido en
tiempo récord, ya está dispuesto, esperando su puesta a prueba y la caída de la
primera «víctima».
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