Esta
obra de Nicholas Wapshott ofrece mucho más de lo que su título muestra. Por
ella desfilan, aparte de Keynes y Hayek, multitud de personalidades del mundo
político, económico y social de los últimos 100 años: Marshall, Mises, Pigou,
Bertrand Russell, Virginia Wolf, Gramsci, Churchill, Mussolini, Hitler, Chamberlain,
Beveridge, Samuelson, Galbraith, Roosevelt, Kuznets, Tobin, Schumpeter, Kaldor,
Orwell, Friedman, Kennedy, Nixon, Volcker, Greenspan, Reagan, Thatcher, Fukuyama,
Bernanke, Bush, Clinton…
Cuando,
leída algo más de la mitad obra, se da cuenta del fallecimiento de Keynes
recién concluida la Segunda Guerra Mundial, en 1946, parece que queda poco por
contar (Hayek moriría bastantes años más tarde en 1992).
Sin
embargo, a pesar de su relativamente temprano fallecimiento, la obra de Keynes
no dejó de crecer durante los 30 años posteriores a 1945, e incluso hasta
nuestros días se ha mantenido un intenso y a veces enconado debate entre las
posiciones doctrinales y políticas de ambos economistas.
Mientras
que el cautivador y gran comunicador Keynes encarnó el perfil del economista
del pueblo desde la publicación de “Las consecuencias económicas de la paz”, a
pesar de su marcado perfil intelectual e incluso esnob (formó parte del llamado
“Grupo de Bloomsbury”), Hayek tendió a caer mucho peor que su contrincante,
posiblemente por su origen austriaco, por sus dificultades en el manejo del
inglés —que no era su lengua materna— y por su marcado perfil teórico y
dogmático (“la postura de Hayek estaba basada en la absoluta certeza de que tenía
razón en todo”).
La
obra de Wapshott comienza con la extraña pareja formada por ambos economistas
en 1942 en la azotea del “King´s College” de Cambridge, institución de Keynes,
donde pasaron muchas noches juntos, a solas, para tratar de minimizar los daños
causados por las bombas incendiarias lanzadas por los alemanes.
Quince
años antes, en 1927, Hayek, el joven economista de Viena, escribió a Keynes
para pedirle una obra escrita por Edgeworth 50 años antes (“Psicología
matemática”). Keynes ya era por entonces una especie de héroe, como confesó
Hayek, para los centroeuropeos, por haber sido el único que advirtió de las
nefastas consecuencias a las que iba a conducir, si no se le ponía remedio, la
presión ejercida sobre Alemania tras el fin de la Primera Guerra Mundial.
El
joven Hayek, como el resto de los autores de la “Escuela Austríaca”, estaba
especialmente preocupado por los precios, especialmente por el coste de
oportunidad, y por el dinero. De hecho, en una de las primeras conferencias
dictadas en Inglaterra llegó a afirmar lo siguiente: “En este sentido […] no
hay necesidad de dinero —la cantidad de dinero que existe no tiene ningún tipo
de influencia sobre el bienestar de la humanidad— y por lo tanto, el dinero no
tiene un valor objetivo, en el sentido en el que hablamos del valor objetivo de
los bienes. Lo que nos interesa saber es únicamente cómo se ve afectado por el
dinero el valor relativo que atribuimos a los bienes, ya sea como fuente de
ingresos o como medios para satisfacer deseos”.
Sin
embargo, al estudiar la deuda de la guerra entre Austria y otros países comenzó
a trabajar en un área temática cercana a la de Keynes. Como refiere Wapshott,
ya entonces “un crédito de la Liga de Naciones a Austria estaba condicionado a
los recortes de gasto público, incluida la abolición de setenta mil puestos de
trabajo del gobierno y el fin de los subsidios de alimentos”.
El
enfrentamiento entre Keynes y Hayek tendría como base las ideas de este
adquiridas de Mises: el socialismo, al ignorar los precios de mercado, privaba
a los individuos de su contribución singular a la sociedad; la planificación
central priva a los individuos de una libertad fundamental.
En
cambio, Keynes, influido por Marshall, consideraba que era necesario impulsar
la demanda con la obra pública, partiendo de la premisa de que antes o después
la economía llegaría a un estado de equilibrio y pleno empleo, y de que así se
mejoraría la confianza empresarial, en un contexto como el que vivió de crisis
económica y altas tasas de desempleo. Obviamente, esto generaría la oposición
del Tesoro: “La función del canciller del Tesoro Público, a mi modo de ver, es
resistir las demandas de gasto de sus colegas y, cuando no pueda resistirse,
limitarse a concederles el mínimo nivel de aceptación” (Philip Snowden,
Ministro de Hacienda británico a la sazón).
En
cualquier caso, Keynes, que fue siempre miembro del partido liberal, creía en
un término medio entre el capitalismo y el socialismo, entre el conservadurismo
y la socialdemocracia: “por lo que a mí respecta, creo que el capitalismo, bien
manejado, puede ser más eficiente para conseguir los objetivos económicos que
cualquier otro sistema alternativo que se pueda considerar”. En Estados Unidos,
en una serie de ponencias tras el crac bursátil de 1929, certificó que
“Obviamente nada puede restaurar el empleo si primero no se restauran los
beneficios empresariales. Y nada, en mi opinión, puede restaurar los beneficios
empresariales si primero no se restaura el volumen de inversión”.
En
1928 se produjo el primer encuentro personal entre Hayek y Keynes en la “London
and Cambridge Economic Service”, fundada cinco años antes por este último. Este
encuentro, “equiparable al de Stanley y Livingstone”, habría de marcar una
lucha de titanes que se prolongaría en las siguientes décadas más allá de sus
respectivos ciclos vitales.
Las
primeras escaramuzas se produjeron en torno al “Tratado sobre el dinero” (1930)
de Keynes y los ácidos comentarios al mismo de Hayek en la reseña publicada en
la revista “Economica”.
En
1936 se publicó la “Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero”, la
obra cumbre de Keynes, quien “decidió que el nuevo libro que estaba escribiendo
no iría dirigido al público en general, ni a los políticos, ni a los civiles
que trabajan para el Tesoro, ni a los expertos en finanzas de los bancos, sino
a los compañeros de profesión, los economistas. Tras haber sido incapaz de
instigar un cambio mediante una ruta más directa, se embarcaba ahora en una
larga marcha para perfeccionar sus teorías y conseguir que los economistas
hicieran campaña en su nombre. Para tal fin, decidió que tenía que presentar
los argumentos de la Teoría General,
como el nombre modestamente sugería, de una forma sobria, extensa y lógicamente
coherente. Empezó cambiando sus ideas, compartiendo su responsabilidad y
aceptando las críticas de los miembros del Circo, y consultando a los colegas
cuyo intelecto consideraba que contribuiría a que la Teoría General fuera
totalmente convincente para aquellos que estuvieran dispuestos a ser
persuadidos. Tardaría más de cinco años en completar el trabajo”.
Uno
de los conceptos nuevos acuñados por Keynes fue el de “multiplicador”: cada
libra gastada valía mucho más que una libra, pues una misma unidad monetaria se
iba gastando en sucesivas ocasiones mientras hacia su recorrido por el sistema
económico.
Con
su “Teoría General” es posible que Keynes estuviera tratando de evitar la
deriva hacia el precipicio de la humanidad, antecedida, en plena depresión
económica, por la elección democrática de Hitler como canciller alemán en 1933,
aupado, entre otros factores, por la dureza del Tratado de Versalles y la
humillación germana en el período de entreguerras: “Algunos cínicos, que han
seguido la discusión, concluyen que salvo una guerra, nada puede acabar con una
depresión”; “Hasta el momento la guerra ha sido el único gasto-endeudamiento
del gobierno a gran escala que los gobiernos han considerado respetable. En las
cuestiones de paz son tímidos, extremadamente prudentes, tibios, poco
perseverantes o decididos, viendo el préstamo como una deuda y no como un
eslabón en la transformación del exceso de recursos de la comunidad, que de
otro modo se desperdiciaría, en activos de capital útiles. Espero que nuestro gobierno
demuestre que este país puede ser enérgico incluso en cuestiones de paz”.
Para
Hayek, el ascenso del nazismo y del corporativismo le permitió apreciar que el
rechazo del libre mercado podía llevar al totalitarismo; socialismo y nazismo
no eran diametralmente opuestos, argumentó, sino que eran prácticamente
idénticos por lo que hacía referencia a la eliminación del libre mercado,
reduciendo así las libertades esenciales para una sociedad libre. Fue entonces
cuando Hayek confesó sentirse británico, a la vista de los acontecimientos de
Europa.
Este
fue el caldo de cultivo de “Camino de servidumbre” (1944), en la que al natural
perfil gris de Hayek se sumó la época más que sombría en la que esta obra fue
pergeñada, escrita y publicada, con la sangre corriendo a raudales por Europa y
buena parte del mundo, en un enfrentamiento a vida o muerte entre varios sistemas
totalitarios, en el que la dosis de equilibrio era puesta por los Estados
Unidos y algunos de sus aliados, como los británicos. Ya hemos comentado el
interés prestado por la escuela austríaca a los precios, que reflejan lo que
está ocurriendo en el mercado, aunque en este libro se destacó por Hayek que
nadie, ni siquiera un “dictador omnisciente”, conoce la mente, los deseos y las
expectativas de todos los que integran una economía.
Apunta
Wapshott que Hayek “mantenía que era imposible conocer o medir el peso total de
las innumerables decisiones económicas individuales tomadas por el inmenso
número de individuos que integraban la economía, pero que sus intenciones se
reflejaban en la fluctuación continuada de los precios. El precio de un objeto
era el punto en el que al menos dos individuos estaban de acuerdo”.
En
“Camino de servdumbre” Hayek llega a aceptar que una cierta planificación puede
servir para resolver el desempleo crónico y no llevar a la opresión. La
intervención pública tendría como límites la libre competencia y la libertad de
empresa.
Curiosamente,
George Orwell, el autor de “1984” y “Rebelión en la granja”, realizó una
crítica bastante negativa de esta obra de Hayek.
En
1946 se produjo el fallecimiento de Keynes, a los 62 años. Hayek lamentó su
pérdida, y manifestó que entoces era él, probablemente, el economista vivo más
famoso.
Años
más tarde Hayek escribiría “Los fundamentos de la libertad” (1960), para tratar
de justificar que el estado de derecho es la mejor opción para la salvaguarda
de las libertades individuales y del mercado: “probablemente nada ha
contribuido tanto a la prosperidad de Occidente como la seguridad relativa de
la ley”.
En
1965, unos veinte años después de su muerte, Keynes fue elegido por la revista “Time”
hombre del año, pues sus teorías se estaban realizando plenamente en el “mundo
libre”. Los años sesenta sirvieron para que el trabajador medio se acomodara,
pudiera acceder a la vivienda en propiedad, a la televisión, a realizar viajes
en avión o al segundo vehículo. Fue justo entonces cuando se produjo el fin de
esta extraordinaria época de crecimiento y de redistribución. Se demostró
entonces que era posible la estanflación, es decir, que el desempleo y la
inflación aumentaran a la vez (estanflación). En estos años llegó Paul Volcker
a la Reserva Federal para elevar los tipos de interés y sofocar una demanda
que, supuestamente, era el origen de la inflación.
Una
figura que impulsó el legado de Hayek, a pesar de su originaria filiación
keynesiana, fue Milton Friedman, quien consideró que la estanflación
representaba el fin del keynesianismo. Para Friedman, una economía en crisis no
necesitaba más demanda sino una adecuada oferta de dinero. Su credo se reflejó
en “Capitalismo y libertad” (1962).
A
su vez, la doctrina de Hayek y Friedman fue impulsada en los Estados Unidos por
Ronald Reagan, que, sin ser un intelectual, sí era conocedor de la obra de Von
Mises o Hayek, y fue capaz de hacer llegar al público general, gracias a su
condición de gran comunicador, este conocimiento. En el Reino Unido fue
Margaret Thatcher la que recogió el testigo de ambos, que fueron asiduos de
Downing Street, y aplicó sus argumentos a la realidad social y política
británica.
En
1974 Hayek recibió conjuntamente con Gunnar Myrdal el Premio Nobel de Economía.
Friedman recibió este mismo galardón en 1976.
Entre
1978 y 2008 el libre mercado llevó la voz cantante en una buena parte del
planeta. Fukuyama declaró que había llegado el “fin de la Historia”. Ben
Bernanke, en un homenaje a Alan Greenspan, admitió que la Reserva Federal lo
hizo mal en los años veinte del siglo XX, pidiendo disculpas al “Maestro”.
Estos
fueron los años de Gordon Gekko (“Wall Street”), quien afirmó que “la codicia
es buena” (“greed is good”), o de un Bill Clinton que declaró que “es la
economía, estúpido”. Fue precisamente Clinton el que certificó en 1999, con la
Ley Gramm-Leach-Bliley, el fin de la separación entre la banca comercial y de
inversión trazada en los años del “New Deal”, y el que declinó regular los
derivados relacionados con el riesgo de crédito de los bonos y préstamos.
La
crisis de las empresas tecnológicas y los ataques del 11-S en 2001 fueron un
anticipo de lo que iba a venir en 2007, y de los rescates de de los sistemas
financieros de cientos de miles de millones de dólares y euros.
Wapshott
cierra la obra con un capítulo titulado “Y el ganador es…”. Thatcher y Reagan
se quedaron muy lejos del ideal de Hayek de que el Estado fuera relevado por la
empresa privada. Hayek nunca admitió que los países nórdicos eran más
civilizados que los que tenían economías de libre mercado, y llegó a ser objeto
de mofa al identificar el índice de suicidios en Suecia con el descontento
social. Es posible que todo su entramado filosófico no sea más que una utopía,
al tipo de las de Platón o Tomás Moro. Los métodos aplicados en Chile en los
años setenta, tras el derrocamiento de Allende, tampoco mejoraron la opinión
sobre esta escuela de pensamiento.
Por
su parte, la teoría de Keynes, tras unos comienzos prometedores, tampoco
demostró ser la panacea, generando una enorme deuda pública en una buena parte
de los Estados más industrializados, que ha llegado a debilitar los pilares de
la Unión Europea.
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