Los británicos, si es
que se puede reducir a un denominador común a los ciudadanos de una forma de
organización política con pasado colonial y con diversas regiones bien
diferenciadas que la componen, son como esos primos que vemos un par de veces
al año, algo extraños, huraños a veces, pero que no dudamos que son parte de la
familia.
Ha pasado tiempo
suficiente como para haber asimilado el resultado del referéndum del 23 de
junio, pero una fuerza en nuestro interior se resiste a creer que el Reino
Unido vaya a emprender una carrera en solitario, separado de los restantes 27
Estados integrantes de la Unión Europea, con muchos de los cuales ha mantenido
una relación histórica mucho más que centenaria.
Históricamente, la isla
comenzó a converger con Europa, al margen de otros contactos más esporádicos,
con Julio César. El emperador que disfrutó en mayor grado del esplendor romano,
Hadriano, mandó construir el muro que lleva su nombre para separar la parte de
la isla bajo control romano de los irreductibles habitantes del norte (todavía
se discute si el propósito del Muro de Hadriano era defensivo o de control del
tránsito de mercancías).
Los sucesores de los «bárbaros
del norte», los escoceses, son, entre otros, los que demandan que no se alcen
barreras y que su región continúe formando parte de la Unión Europea. Ya no
sabemos si la barbarie está al norte del Muro o al sur.
En el fondo, y quizás
no tan en el fondo, en la decisión mayoritaria hay un profundo desprecio hacia
Europa y hacia los europeos. Aun así, creo que muchos estaríamos dispuestos a
perdonar esa soberbia, con tal de subsanar un error histórico como el que se
acaba de cometer.
Es posible que los tercermundistas
acontecimientos recientemente vividos en Calais hayan terminado de desinformar
a una población que, a pesar de la cercanía con el continente y de los medios
tecnológicos, no está lo suficientemente instruida como para entender la
complejidad del continente y del entorno circundante, y la del planeta en
general. Como ocurrió en los días previos al 6 de junio de 1944, esta vez desde
la otra parte del Paso, es evidente que Calais es una pista falsa, y que los
peligros acechan, efectivamente, pero por otros lugares.
No vamos ahora a detenernos
ni en la torpeza del premier Cameron, ni en el valor político y jurídico de los
referéndums en el siglo XXI (valga, según el diccionario de la RAE, el
significado del gerundio del verbo «referre»: «lo que ha de ser consultado»), ni
en la conveniencia de alcanzar determinados quorum y mayorías
cualificadas, ni en la necesidad de ponderar en Estados complejos —si aplicamos
la terminología de nuestro Tribunal Constitucional— la opinión de «partes
singulares» del territorio, como pueden ser ciertas regiones con características
históricas bien definidas (Irlanda del Norte y Escocia), o de ciudades con gran
potencial económico (Londres).
El Presidente del
Consejo, Donald Tusk, ha reconocido la seriedad e incluso el carácter dramático
de los acontecimientos, así como que el momento es histórico pero no admite
reacciones histéricas («Press statement by President Donald Tusk on the outcome
of the referendum in the UK», 24 June 2016).
Ciertamente, como ha
escrito Manuel Conthe en su blog («Brexit: ¡EEE! Tampoco exageremos», 24 de
junio de 2016), el Reino Unido no es miembro del euro, ni de Schengen, ni asume
el principio de alcanzar «una relación cada vez más estrecha», lo que no es óbice
para que resulte inconcebible que el Reino Unido deje de ser parte del Mercado
Único, pues ese resultado no interesaría a nadie.
George Soros («El
Brexit y el futuro de Europa», Project Syndicate, 25 de junio de 2016), que
traza un panorama más sombrío y apocalíptico («la desintegración de la UE es prácticamente
irreversible»), considera, en la línea mostrada anteriormente, que Gran Bretaña
tenía con la Unión Europea el mejor de los arreglos posibles: «era miembro del
mercado común sin pertenecer al euro y había conseguido otras exenciones a las
reglas de la UE»). Más allá de la economía, Soros se adentra, y compartimos su
análisis, en el territorio de la política y de la seguridad y la defensa, cuando
concluye que Turquía y Rusia están sacando provecho de la discordia.
Soros tiene razón: Europa
se ha escrito durante los últimos 40 años para tratar de contentar a los
británicos, con resultados insatisfactorios para ellos y para el resto de los
socios. Basta con leer el documento del Consejo Europeo «Un nuevo régimen para
el Reino Unido en la Unión Europea. Extracto de las conclusiones del Consejo
Europeo de 18 y 19 de febrero de 2016» (DOUE de 23 de febrero de 2016). Estas
conclusiones ya no regirán, pero dibujan lo que habría sido la UE de haber
continuado el Reino Unido: una Europa de excepciones y exenciones, de baja
intensidad, sometida a la soberanía nacional (y no al contrario), en la que la
insuficiente unión política, económica, monetaria e incluso bancaria no sería
óbice para la reversión del proceso de construcción europea o para la plena
vigencia, contradictoriamente, de la libre circulación de mercancías, personas,
servicios y capitales (pero no así de los derechos sociales y de la solidaridad
entre territorios).
Sin embargo, sin quemar
puente alguno, el mensaje debe ser, dentro de lo posible, de firmeza y
contundencia, pues, de lo contrario, este paso podría ser el primero de una
serie que llevara a la disolución de la Unión (algo impensable, hace no más de
unos días). La seriedad y dramatismo a los que ha apelado Donald Tusk no
permiten que el pleno beneficio de los privilegios inherentes a la condición de
socio sea graduable, en cuanto a las contrapartidas, deberes y cargas, a
voluntad de cada Estado miembro. No cabe apelar a la célebre teoría marxista
(de Groucho): «Estos son mis principios; si no le gustan tengo otros».
Una Unión Europea sin
el Reino Unido es, sin duda, más débil, pero más débil sería todavía si el número
de los descontentos supusiera una mella mayor. Los retos de toda índole son
enormes, y cuantos más sean los Estados sostenedores de la cultura europea, con
sus valores y principios, más resistente será esta.
La marcha atrás ha comenzado
para la efectividad de un artículo del Tratado de la Unión Europea, el 50, que
de la retórica pasará al ámbito de la realidad: «Todo Estado miembro podrá
decidir, de conformidad con sus normas constitucionales, retirarse de la Unión».
Ojalá nos equivoquemos,
pero hay veces en las que ejercer la libertad termina conduciendo a la
esclavitud.
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