Europa vive en
permanente crisis desde su origen, y es natural, pues, arrinconada en el
extremo meridional de Eurasia, ha recibido y resistido, una tras otra, las
embestidas de pueblos mucho más numerosos. La lógica dice que Europa debería
haber perecido hace cientos de años ante el empuje de otras formas de
organización política más despóticas. Se ha llegado a sugerir, incluso, que la
victoria de las polis griegas sobre los persas en Salamina permitió el
afianzamiento de las raíces helénicas que, junto a otras no menos relevantes,
han conformado en lo esencial el pensamiento occidental y su organización
política, económica y social.
No obstante, la
Historia de Europa es la crónica de una decadencia, con hitos como la caída de
Roma en 476, ante el empuje bárbaro, o la de Constantinopla en 1453, ante el
turco, hasta entroncar en el plano teórico, ya en el siglo XX, con autores como
Spengler o el mismo Ortega y Gasset.
El resurgir de Europa
en el siglo XV, que le reportó quinientos años más de predominio, fue, por
tanto, una sorpresa que difícilmente se podría haber pronosticado, de lo que da
cuenta el historiador escocés Niall Ferguson en su obra “Civilización:
Occidente y el resto” (2012). Pero ahora no nos vamos a referir a ella, sino a
“La gran degeneración”, que no deja de apuntar en la misma dirección.
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