«En
Roma, la campaña electoral podía ser un asunto muy costoso. En el siglo I a. C.
requería la clase de pródiga generosidad que no siempre es fácil distinguir del
soborno. Había mucho en juego, pues los hombres que salían victoriosos de las
elecciones tenían la oportunidad de recuperar su desembolso, legal o
ilegalmente, con algunas de las ventajas del cargo. Los que fracasaban —y, como
las derrotas militares, había muchos más que estos en Roma de lo que
normalmente se reconoce— se endeudaban todavía más.
Esta
era la situación de Catilina después de haber sido derrotado en las elecciones
anuales para el Consulado en 64 y 63. a C. Aunque la historia tradicional
asegura que ya antes había mostrado inclinaciones en esta dirección, ahora no
tenía más opción que recurrir a la “revolución” o a la “acción directa” o al “terrorismo”,
o como queramos llamarlo. Tras unir fuerzas con las de otros desesperados de la
clase alta que se encontraban en apuros similares, apeló al apoyo de los pobres
descontentos de la ciudad mientras reunía a su improvisado ejército fuera de
ella. No cesaban sus temerarias promesas de cancelar las deudas (una de las
formas más despreciables de radicalismo a ojos de las clases terratenientes
romanas) ni sus osadas amenazas de eliminar a los políticos dirigentes e
incendiar la ciudad».
Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? 22 siglos después seguimos así: perdón de deudas y asaltos al poder. Nada, cosas mias
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