«Si habéis nacido en un
país y en una época en que no sólo nadie viene a mataros a la mujer y a los
hijos sino que, además, nadie viene a pediros que matéis a la mujer y a los hijos
de otros, dadle gracias a Dios e id en paz».
Las benévolas (2006),
Jonathan Littell
Damos por hecho que
hemos nacido en época de paz, que tenemos derecho a un presente lleno de
bienestar material y comodidad, que las guerras y los atropellos los sufren
otros y que nunca seremos víctimas.
Presenciamos crímenes y
destrucción cómodamente a través de nuestros televisores, móviles y tabletas, mientras
apuramos una taza de café, sin saber que la línea que nos separa, en el espacio
y en el tiempo, de nuestros desafortunados hermanos es mínima.
Creemos que la libertad
es eterna y, con orgullo y autosuficiencia, que la opresión y el totalitarismo
son cosas del pasado, propias de torpes políticos y ciudadanos incapaces de los
que nos separan años luz, que no son tantos sesenta millones de muertos.
Thomas Buergenthal ha
sido juez de la Corte Internacional de Justicia de la Organización de las
Naciones Unidas, lo que, más allá de la admiración y el respeto que ello
genera, no debería llamar especialmente nuestra atención. Sin embargo, tenía cinco años
cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, y le tocó vivir el infierno de la
guerra, de ser un refugiado, de vagar por Europa y de los campos de exterminio
nazis. En 1945, con 11 años, era un verdadero superviviente.
Su experiencia la narra
en el libro «Un niño afortunado. De prisionero en Auschwitz a juez de la Corte
Internacional» (Plataforma Editorial, 2008).
De padres alemanes
judíos emigrados a Checoslovaquia, nació en este país, en Lubochna, en mayo de
1934. La invasión alemana de Checoslovaquia al comienzo de 1939 obligó a la
familia a desplazarse a Polonia, desde donde trataron de trasladarse a
Inglaterra, previa obtención de los visados necesarios. Tras varios meses de
espera, el día que debían partir hacia la isla, el 1 de septiembre de 1939,
Alemania y la URSS invadieron Polonia, frustrando sus planes.
Durante la
estancia polaca, su madre visitó a una adivina, que, ante la regañina de su
esposo, le auguró que su hijo sería «niño afortunado» y que saldría indemne del
futuro que le esperaba. Al parecer, esta
experiencia marcó positivamente la actitud de su madre durante los duros años del
conflicto.
A Auschwitz llegó en
1944, tras penosos episodios cargados de muerte y fuego, junto con su padre, que,
trágicamente, no logró recuperar la libertad y fue asesinado algo más tarde. Previamente,
fue separado de su madre, pero esta sí supero las desgracias y madre e hijo se reencontraron
al concluir la guerra.
En Auschwitz fue
tatuado con su número de identificación en el campo de exterminio: B-2930. Este
número, algo descolorido, permanece en su brazo izquierdo: «Forma parte de mí y
me sirve como recordatorio, no tanto de mi pasado como de la obligación que
considero fundamental como testigo y superviviente de Auschwitz: combatir las
ideologías que pregonan el odio y la superioridad racial o religiosa, y que
tanto sufrimiento han causado a la humanidad a lo largo de los siglos».
En más de una ocasión
estuvo cerca de ser seleccionado por el doctor Mengele como instrumento para el
desarrollo de sus aberrantes experimentos. Solo el azar y el ingenio le
permitieron escabullirse cuando se producían las macabras selecciones.
Antes de ser liberado
por los soviéticos en Sachsenhausen (Alemania), sufrió la conocida como «marcha
de la muerte de Auschwitz», en pleno invierno, a pie y en trenes descubiertos
destinados al transporte de mercancías, tras la cual, debido al frío, perdió dos
dedos de un pie por congelación.
Bruegenthal pasó
algunos años tras el fin de la guerra en Gotinga, de donde era originaria su
madre. En Gotinga, Thomas experimentó un sentimiento de venganza cuando veía a
familias completas de padres, hijos y abuelos paseando alegremente por las
calles, con la certeza de que, sin duda, muchos de ellos habían estado del lado
nazi durante la guerra y habían asesinado a gente como su padre o sus abuelos:
«Tardé bastante tiempo en superar esos sentimientos y admitir que semejantes
actos indiscriminados de venganza no le devolverían a la vida ni a mi padre ni
a mis abuelos. Tardé aún más tiempo en admitir que uno no puede pretender
proteger a la humanidad de crímenes como aquéllos a menos que se luche por
romper el círculo de odio y violencia, círculo que invariablemente conduce al
sufrimiento de seres humanos inocentes».
Estas palabras, de la
mano de una víctima del exterminio, ofrecen una idea de la dignidad y de la
grandeza de quien las pronuncia.
A propósito de lo
anterior, nuestro autor también muestra sus dudas acerca de que el éxito del
proceso de desnazificación posterior al fin de la guerra fuera un éxito
absoluto: «Tuve la impresión (y no era más que eso) de que algunos de ellos
[profesores, en concreto] bien pudieron ser “desnazificados” sin por ello
renegar de sus puntos de vista nazi».
Otra muestra de grandeza
es la reflexión de Thomas Buergenthal sobre el deber de las víctimas de tratar
con respeto al pueblo alemán, en general: «No porque buscásemos su gratitud o
quisiésemos demostrarles nuestra generosidad de espíritu, sino sencillamente
porque nuestra experiencia debía enseñarnos a sentir empatía con aquellos seres
humanos que pasaban necesidad, fueran quienes fueran. Al mismo tiempo, por
ciento, yo estaba convencido de que los alemanes que habían ordenado o cometido
los crímenes de los cuales los nazis eran responsables debían ser castigados,
pero no los alemanes en general por el mero hecho de ser alemanes. […] es
nuestra obligación trabajar en pos de un mundo donde nadie, cualquiera que sea
su raza, religión o nacionalidad, pueda ser sometido al sufrimiento que
nosotros experimentamos. […] Muchos de nuestros familiares y amigos en Estados
Unidos jamás comprendieron lo que queríamos decir cuando intentábamos explicar
que, aunque era importante no olvidar lo que nos había ocurrido en el
Holocausto, igualmente importante era no responsabilizar a los descendientes de
los asesinos por lo que se nos había hecho, pues de otro modo el ciclo del odio
y violencia no acabaría nunca».
Thomas Buergenthal
emigró en 1951, con 17 años, a los Estados Unidos, en un viaje, rodeado de
refugiados de otras muchas nacionalidades, que buscaban este país
como una tierra de promesa. La entrada en el puerto de Nueva York, acariciando
la Estatua de la Libertad, se nos muestra como uno de los momentos más
emocionantes de su vida.
Tras formarse y especializarse
en protección internacional de derechos humanos, desempeñó diversos cargos de responsabilidad,
siendo designado por los Estados Unidos en el año 2000 como juez de la Corte
Internacional de Justicia, el principal órgano judicial de las Naciones Unidas,
mandato
que se extendió hasta 2010.
Curiosamente, en 1999
fue nombrado vicepresidente del Tribunal Arbitral para Cuentas Inactivas en
Suiza («Claims Resolution Tribunal for Dormant Accounts in Switzerland»), del
que era árbitro desde el año anterior. El objeto de este singular Tribunal
consiste en buscar cuentas bancarias sin reclamar relacionadas con el
Holocausto y ayudar a identificar a sus dueños o sus herederos. Muchos ricos judíos
depositaron sus fondos en Suiza con el propósito de recuperarlos al concluir la
guerra, pero muchos de ellos fueron asesinados y nunca pudieron regresar a
reclamar el dinero de su propiedad.
Los bancos suizos se
beneficiaron, algunos con mala fe, de esta situación, pues «utilizaron esos
fondos durante más de medio siglo con la esperanza de no tener que rendir
cuentas jamás de su inesperada ganancia». Los bancos destruyeron, en ocasiones,
la documentación, o consumieron los fondos a través del cargo de comisiones, o informaron,
maliciosamente, de forma inadecuada a algunos herederos.
Esta es la extraordinaria experiencia
de Thomas Buergenthal. A cada uno le corresponde decidir si cabe extraer alguna enseñanza
de ella, relegarla al terreno de la literatura o, simplemente, al olvido, y si
estas historias pertenecen al pasado o pueden tener algún reflejo en el
presente.
Verdaderamente aleccionador. La mejor filosofía de la vida "mirar hacia adelante". Gracias popr la reflexión
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