— […] Supongamos, por
ejemplo, que vamos a abrir un local. Un restaurante, un bar, cualquier cosa.
Imagínate la situación. Quieres abrir un local. Entre varios lugares posibles,
tienes que elegir uno. ¿Qué harías?
— Pues no sé, barajando
diferentes posibilidades, debería calcular el alquiler, el préstamo, la
devolución, la capacidad del local, la posible rotación de clientela y la
consumición aproximada por cliente, los gastos de personal, hacer un balance…
— Eso es lo que hace la
mayoría de la gente. Y por eso fracasa —dijo riendo mi tío—. Voy a explicarte lo
que hago yo. Si un lugar me parece bueno, me planto allí tres o cuatro horas
diarias, un día, otro día y otro día, con los ojos clavados en la cara de la
gente que pasa por la calle. No hace falta pensar en nada, no hace falta hacer
ningún cálculo. Basta con mirar qué tipo de gente pasa por allí, qué cara tiene.
Tardo una semana como mínimo. Durante este tiempo, he visto las caras de tres o
cuatro mil personas. Es posible que necesite más tiempo. Pero llega un momento
en que lo veo claro. Como si la niebla se hubiera disipado de repente. Qué tipo
de lugar es. Qué requiere. Y, si las exigencias del lugar son distintas a las
mías, lo dejo correr. Voy a otro sitio y repito el proceso. Pero si comprendo
que las exigencias del lugar coinciden, concuerdan con las mías, eso significa
que ha habido suerte. Y la suerte hay que amarrarla bien, no hay que dejarla
escapar. Pero antes de eso he tenido que estar allí plantado día tras día,
llueva o nieve, como un imbécil, mirando fijamente con mis propios ojos la cara
de la gente. Los cálculos puedo hacerlos después. Soy una persona básicamente
realista. Sólo creo en lo que puedo verificar con mis propios ojos. Las
razones, ventajas y cálculos, los principios y las teorías, son para personas
incapaces de ver con sus propios ojos. Y la mayor parte de la gente de este
mundo lo es. No sé por qué será. De intentarlo, cualquier debería poder, ¿no te
parece?
— Entonces no era sólo
el toque mágico.
— ¡Ah! También lo hay —dijo
mi tío sonriendo—. Pero no basta.
«Crónica del pájaro que da cuerda al mundo», Haruki Murakami
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