Hace ya algunos años, antes
de la crisis financiera de 2008, Amusátegui y Corcóstegui se embolsaron,
respectivamente, 43 y 108 millones de euros, por la salida de la entidad
financiera en la que prestaban sus servicios. Esta salida no estuvo salpicada
de irregularidades en la gestión, como las de algunos émulos de banqueros que
desembarcaron en las tristemente desaparecidas cajas de ahorros. Lo escandaloso
fue, simplemente, la cuantía de las cantidades generadas por las
desvinculaciones.
El expolio reciente de algunas
cajas de ahorros ha provocado la apertura de juicios penales, por la comisión
de ilícitos de esta naturaleza, que han concluido, en ocasiones, con la
confirmación de la consumación de delitos.
Sin embargo, a
propósito de los mencionados Amusátegui y Coscóstegui, el Tribunal Supremo,
Sala de lo Penal, en su sentencia de 17 de julio de 2006, formuló interesantes
reflexiones sobre las remuneraciones en el sector financiero, que conservan
validez e interés.
El Tribunal Supremo
señala, de entrada, que “(...) no podemos confundir las relaciones de cualquier
orden jurídico-mercantil, incluidas las propias relaciones laborales, de una
entidad pública, con el mundo empresarial de la empresa privada en donde ha de
enjuiciarse la conducta de aquellos”, y recuerda el carácter subsidiario o
fragmentario del derecho penal, por lo que las controversias relacionadas con
daños causados por acciones u omisiones contrarios a la Ley o a los estatutos
sociales, o los realizados por los administradores incumpliendo los deberes
inherentes al desempeño del cargo, producen, meramente, “responsabilidad
mercantil”.
En su argumentación el
Supremo salta, a continuación, al nebuloso concepto de mercado, pues “en
materia de retribuciones, premios o gratificaciones a directivos de sociedades
con implantación internacional, y otros tipos de profesionales de alta
cualificación social (en los que han de incluirse comunicadores, artistas o
deportistas), el mercado es el que fija sus altísimas retribuciones, cuyas
cifras estamos acostumbrados a ver en los medios de comunicación social, y son
producto de los beneficios que reportan a las empresas a las que dedican sus
esfuerzos profesionales”, a lo que se añade que “quiere con ello decirse que no
pueden aplicarse criterios o parámetros, diríamos convencionales, en esta
materia. Las relaciones laborales ordinarias, los fondos de pensiones, las
prestaciones sociales, etc. no pueden servir de parangón para resolver esta
causa. Los acuerdos que se produzcan en este restringido ámbito, se rigen por
la absoluta libertad de mercado, con tal de que tales pactos contractuales se
instrumentalicen en cláusulas que sean conocidas y aprobadas por los órganos de
gobierno de las sociedades mercantiles en donde se conciertan, y sean
adecuadamente fiscalizadas por los órganos de control —internos o públicos—, y
desde luego, aprobados por la junta general de accionistas, como máximo órgano
de gobierno de toda sociedad. En definitiva, transparencia y aprobación social
son elementos que impedirán la actuación del derecho penal en materia de
retribuciones a directivos. El derecho penal no puede dar un salto frente a la
jurisdicción que debe analizar la existencia de responsabilidad mercantil,
cuando el hecho ha sido consentido por la masa social, aprobándolo. Ahora bien,
no se trata de exonerar de responsabilidad (penal) porque el acto o el acuerdo
lesivo haya sido aprobado, autorizado o ratificado por la junta general (lo que
impide mercantilmente el artículo 133.4 LSA), sino que indefectiblemente los
acuerdos sociales no pueden ser perjudiciales para la sociedad en la manera que
esta los acepta y adopta como propios («voluntas non fit injuria»)”.
El Tribunal concluye
acercándose a otro concepto etéreo y mudable, el de la ética, para justificar
la absolución penal y, a su modo, la condena moral: “En suma, en esta materia
(como en muchas otras), lo ético, lo lícito y lo punible son puntos
concéntricos de todo enjuiciamiento criminal. El Tribunal penal no puede
traspasar los límites del círculo más pequeño, cualquiera que sea su opinión
personal al respecto”.
Aun así, no deja de
surgir la pregunta clave: ¿cuándo es una retribución, en cualquiera de sus
formas, excesiva? Aristóteles nos da una pista con los conceptos de igualdad
aritmética y geométrica. En la cultura clásica griega la igualdad aritmética se
alcanzaba cuando los miembros de un grupo recibían porciones iguales (fuesen de
bienes, honores o poderes), y la igualdad geométrica —o proporcional— se
lograba dando a los individuos porciones cuyo valor se correspondía con el de
los individuos en cuestión, calculadas según un criterio particular, cualquiera
que este fuese. Dicho de otro modo, si dos individuos, A y B, tenían porciones
a y b de un activo particular asignado a ellos, se decía que la igualdad
aritmética se obtenía si a era igual que b, y la geométrica si la proporción de
valores entre ambos individuos era igual que la proporción de valores entre las
porciones (A/B = a/b) (*).
Es decir, la aportación
de los ciudadanos a la polis podía justificar que unos tuvieran mucho, otros lo
suficiente y otros poco o nada, según cuál fuera el valor de su contribución
para el funcionamiento de lo colectivo.
El debate se mueve, en
general, entre dos aguas, pues sin igualdad difícilmente se alcanza la justicia
y sin cabezas pensantes bien incentivadas no se fomenta el avance de la
sociedad en su conjunto. Como el mismo Aristóteles decía, quizá haya que tender,
al menos, hacia un punto intermedio.
(*) MANIN, B. (2010): “Los
principios del gobierno representativo”, Alianza Editorial, 1.ª ed., 3.ª reimp.,
pág. 51.
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