A veces te encuentras con el libro que te hubiera gustado
escribir y que otro ya ha escrito, bien por la estructura de la obra, bien por
su mismo contenido, incluso por ambas cosas.
Puede que este sea uno de ellos, pues llevo algún tiempo
dándole vueltas a la idea de escribir sobre determinados temas, sobre el
sistema financiero y los banqueros, en particular, pero con un enfoque más heterodoxo,
afrontando la tarea no de frente sino de forma más tangencial, desde
disciplinas como pueden ser la Historia o la Historia del Arte. Una primera
aproximación, aunque parcial, en esta línea, ya la he afrontado con un artículo
sobre los banqueros de Carlos V, que se publicará en breve en el número 17 de
la revista Extoikos.
En el caso de este libro de Rendueles, el autor ha optado por
tratar sobre el capitalismo, pero no con un enfoque filosófico, económico o jurídico,
que son tres de los muchos que admite la materia, sino desde la literatura y
con visión personal.
En el fondo, se puede estar de acuerdo o no con el contenido
del libro, sobre lo que volveré más adelante, pero se han de reconocer, de
entrada, varias cosas.
Primero, el amplio bagaje cultural de Rendueles, que se
aprecia que ha leído y vivido, y mucho. Tenía sobre la mesa “Capitalismo
canalla”, recién lazado por Seix Barral, y “Sociofobia”, este último uno de los
ensayos con más impacto de los últimos años. La simple lectura del primero, y
el comienzo inminente de la lectura, casi estudio, del segundo, me hacen
incluir a Rendueles entre los pensadores que hay que seguir. Además, tiene
cuenta en Twitter.
Segundo, que considero que nos encontramos ante un autor
sincero, honesto intelectualmente, que cree en lo que dice. Me queda por
comprobar, el tiempo lo dirá, si está en disposición de atender a enfoques
alternativos al propio, incluso a corregir sus posiciones iniciales.
Tercero, que esta obra es amena y divierte, y se lee casi del
tirón, a pesar de que la materia sobre la que se escribe no es divertida, pues
no deja de ser una reflexión sobre la dominación que unas personas ejercen
sobre otras, dominación que, obviamente, no es privativa del capitalismo.
“Capitalismo canalla” es una reflexión inversa, que desde lo
etéreo, desde la ficción, desde una realidad quizás no tan inventada, conduce,
en sus dos últimas páginas, acaso de forma algo brusca narrativamente, al drama
de los clientes de las entidades bancarias y de los hipotecados. Este íter es
interesante, y deja la puerta abierta a una prolongación del libro, en la que
Rendueles podría estar trabajando ya. Ahora bien, un fenómeno es el capitalismo
y otro lo financiero, aunque, efectivamente, tiendan a identificarse. Antes de
que el capitalismo existiera ya hubo banqueros -inicialmente llamados “mercaderes”-
lo que abre ramificaciones sobre las que quizá mereciera que se prestara mayor
atención, bajo la premisa de que lo financiero, sirva al capitalismo o a cualquier
otra forma de organización económica y política, siempre se ha de reputar como
accesorio o auxiliar.
Ciertamente, antes entrar, someramente, en lo que es la obra,
desde que, al parecer, Deng Xiaoping, dijo eso de de que “enriquecerse es
glorioso” y China se ha convertido en una de las primeras potencias
capitalistas, resulta complicado saber dónde comienza y acaba el capital, si
realmente hay alternativas y el destino hacia el que nos dirigimos o nos
dirigen (si es que nos podemos autogobernar o alguien lo hace por nosotros, respectivamente,
desde dentro o fuera de los sistemas de representación política, y con
legitimidad crecientemente discutible, en todo caso). Puede resultar excesivo
afirmar que el parlamento es “una cámara de comercio cuyos diputados son
literalmente representantes de las empresas”, y que “en este mundo el capital
no necesita dar golpes de Estado porque se vive en un permanente estado de
excepción mercantil”.
Con las palabras que siguen no pretendemos mostrar
abiertamente una discrepancia, ni abrir un debate o polémica, pues hemos dicho
que nos encontramos ante un gran libro de un gran autor, sino acotar y aportar
puntos de vista complementarios y diversos sobre una misma materia.
Para Rendueles, hay que aprehender los procesos sociales para
comprender los cataclismos que agitan nuestras vidas (y diría que por “nuestras”
hay que entender las de todos, las del 99%, o el 99,9%, según se mostrará, de
la población). Estima que las clases dominantes siempre “se han distinguido por
su paupérrima imaginación política”, y nos obligan a decidir entre ellos o el
caos, como dijo De Gaulle.
En la época actual, el capitalismo especulativo lo domina
todo, en menoscabo de la democracia y la igualdad, destacando fenómenos como “la
economía de casino” o la “cleptocracia” (fenómenos absolutamente repugnantes,
sobre todo el segundo, para cualquier mente mínimamente lúcida, incluso
favorable al capitalismo, apostillo, cuando nos rodea tanto dolor de nuestros
semejantes). A su parecer, “la colonización mercantil de todos los ámbitos de
nuestra vida tiene un origen muy reciente y tal vez su final también sea
inminente”. Como ha mostrado Michael Sandel en Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado,
no todos los espacios de nuestra vida se han invadido por lo mercantil, ni
creemos que el fin del mercantilismo esté tan cerca.
Sí compartimos que las empresas sean focos de subordinación
aceptados en silencio por todos, en contra de un sistema de convivencia basado,
en teoría, en la libertad (“cuando accedemos a nuestro puesto de trabajo,
renunciamos a nuestra soberanía como ciudadanos para someternos al dictado de
normas despóticas y arbitrarias”). Este hecho no ha escapado al análisis, por
ejemplo, de Ronald Coase. No deja de estar justificado, pues el trabajador lo
es por-cuenta-ajena. Cabría una alternativa, la de que los trabajadores
tuvieran acceso, directamente, a la titularidad de los medios de producción
(por ejemplo, mediante las llamadas sociedades laborales, reguladas en España
por la Ley 44/2015, de 14 de octubre), o la de que estos pudieran participar en
la gestión empresarial (como pasó con las cajas de ahorros españolas, que
carecían de propietarios y terminaron, en gran parte, como ya conocemos). En
esta sintonía, Rendueles refiere lo siguiente: “Como recordaba el historiador
David Harvey, en Suecia el plan Rehn-Meidner de los años setenta proponía,
literalmente, comprar de una manera paulatina a los dueños de las empresas su
participación en sus propios negocios y convertir el país en una democracia de
trabajadores”.
El “alquiler” de parte de nuestra vida, de nuestro tiempo,
que no tiene precio, no debe ser necesariamente incompatible con “los bebés insomnes,
la exaltación del amor, las riñas familiares, la lealtad o la traición…”, sino
que hasta nos puede preservar, como válvula de escape, de algunas de las
tensiones, que las hay, de la vida cotidiana y doméstica. También existe
espacio en el trabajo, además de para la competencia atroz dentro de la empresa
y de esta con otras empresas, para la autorrealización personal, para la
creatividad, para la camaradería y la profundización en las relaciones
personales. No es infrecuente encontrar en las empresas a personas rectas,
éticas, que no se someten únicamente al beneficio, al lucro, a la estructura
jerarquizada que una corporación es.
Rendueles cree que “el mercado libre no es el resultado
espontáneo de un instinto emprendedor innato en la especie humana”. Este
impulso, desde luego, no creemos que nazca con nosotros, a diferencia de otros
que sí son muy humanos, como el egoísmo y su contraparte, la solidaridad, que
son irreconocibles el uno sin el otro. Se nos viene a la cabeza, acaso sin
conexión con lo que ahora nos concierne, la letra de Rafael Berrio: “La bobada
angelical de las dos caras del mal” (“El animal que has sido”, Paradoja).
Menciona, no sin parte de razón, que incluso en la misma
génesis de la actual Unión Europea, a través del comienzo de las tres
Comunidades erigidas en la década de los 50 del pasado siglo, late la idea de
que el comercio sembrará las semillas de la paz y la prosperidad, aunque no es
infrecuente que los países que defienden este argumento sean los primeros en “recurrir
a la violencia para proteger los intereses de las empresas”. Ahí tenemos
ejemplos que podrían confirmar la pertinencia de esta tesis, como el de la obra
de Naomi Klein en La doctrina del shock.
De todas formas, muy pocos países en el globo pueden permitirse esta flagrante
contradicción, muy propia de una diplomacia y de un entendimiento del Estado
más que centenarios y que merecen ser actualizados. Cada cual responde de su
pecado, de su hybris, cuando no se
asume la “dorada mediocridad” que nos corresponde, como le ocurre a estos
Estados y a Robinson Crusoe, comparación que nos parece muy ajustada.
El mercado libre “nos priva de la posibilidad de deliberar en
común para tomar decisiones colectivas que no pueden ser el subproducto de la
interacción individual egoísta”. No vemos que sea tarea sencilla la de
deliberar conjuntamente, cuando pueden ser miles, cientos de miles, millones,
cientos y miles de millones, los afectados por una sola decisión. Tanto los vigentes
sistemas de representación política como los económicos parten de estas
limitaciones, a la vez que procuran dar respuesta, dentro de lo posible, a los
intereses colectivos. Hayek mostró en Camino
de servidumbre, y somos conscientes de que sus tesis son discutidas y
discutibles, que ninguna organización es capaz de prever de antemano todas las
circunstancias que pueden acaecer y el justo y correcto tratamiento para cada
una de ellas, que el legislador omnisciente es una quimera. Precisamente,
Rendueles señala, con acierto, a Hayek y Friedman como los impulsadores de la
globalización neoliberal de la que tomó sus “apuntes de clase” Thatcher. Por
ello, la interacción individual, en consonancia con la acción política
tradicional y los nuevos cauces participativos, puede servir para tapar los
gaps que se puedan detectar en la práctica. La apelación a la democracia
participativa ateniense, a la asamblea (ekklesía),
pasa por alto, primero, que en ella solo participaban algunos integrantes de la
polis, con preterición de muchos otros, y, segundo, la complejidad de nuestra
época, que las nuevas tecnologías no pueden neutralizar.
“Capitalismo canalla” es un transitar por multitud de obras y
escritores. En Rosa Blanca, nos ha
llamado la atención un paternalista don Jacinto, que es “responsable de la
suerte de todos los que habitan” la heredad, ante el empuje de quienes desean
adquirir la propiedad para explotar la riqueza mineral del subsuelo. En este
paternalismo hay algo que también nos choca y atemoriza, pues parece borrar
la misma identidad de los tutelados.
Nos ha parecido simpática la anécdota sobre el tedioso rodaje
de la película de Gamoneda, y la frase de este a propósito de la reforestación
de un bosque cerca de León: “¿Para qué tantos árboles, si para colgarse basta
con uno?”. Igualmente graciosa es la reflexión de Rendueles sobre la relectura
de En el camino, pasados los años,
para sentenciar: “No consigo entenderlo, la verdad. Hoy En el camino me parece una mierda sin paliativos. Me he obligado a volver
a leerla varias veces, tratando de dar con algún resto de lo que me impactó.
Soy incapaz”. Buenísimo.
Impactante también es la obra El trueno, y el plan de rotación de cultivos para los próximos 160
años que en ella se muestra: “Pienso en la gente que estará dentro de 160 años…
Nuestros biznietos o sus hijos, por ejemplo”. Esto es lo que ahora se conoce
como “crecimiento sostenible”, que no debe ser entendido como garantía de la
perpetuidad de unos pocos en el poder, sino de que el don que hemos recibido lo
hemos podido conservar para su traspaso a las generaciones venideras. Es la
clave que Rendueles hace resonar, consiguiendo un buen efecto, en esta parte de
la obra: la conexión entre “los vivos y los muertos”. Para un conservador
recalcitrante como Edmund Burke, la base de la sociedad es una relación que
liga a los vivos, a los muertos y a los que nacerán.
Otro libro de los que se hace eco Rendueles, del que se ha
hablado bastante en los últimos años, es Las
uvas de la ira, que nos permite visionar la situación de las masas empobrecidas
de norteamericanos en la época de la Gran Depresión, justo cuando estaban
cuajando en Europa los totalitarismos de todo signo.
Delicioso es El
lazarillo de Tormes, una obra que merecería, de por sí, un libro para su
análisis desde el punto de vista de la estratificación social en España, de lo
vano y la vanidad de nuestros aristócratas y clases acomodadas, y que nos
permite alcanzar la convicción de que en esta tierra, entonces y puede que ahora,
poco hay que reprobar a muchos pícaros que solo buscan ganarse el pan para el
día a día. Campomanes o el Marqués de la Ensenada, años más tarde, tomarían
medidas para atajar, por sus efectos antes que por sus causas, el problema
social de la pobreza, y así se llega a Dickens y su Oliver Twist. Es llamativo que fue con la Segunda República cuando
se aprobó, en 1933, la tristemente célebre Ley de Vagos y Maleantes, en otra
quiebra, ya citada, como la que llevó a China a convertirse en capitalista, lo
que nos provoca, en ambos casos, desorientación.
Otro anclaje entre la realidad y la literatura lo proporciona
Ragtime, en la que, como en Primera Sangre, que fue origen de Rambo, el pequeño agravio sufrido por un
hombre normal y recto despierta un afán ilimitado de justicia pero también de
violencia. Este sentimiento de rechazo también lo sintió Frankenstein, en Frankenstein o el moderno Prometeo (y,
añadimos, los Nexus de Blade Runner).
No comparto que “tras el capitalismo tal vez, y sólo tal vez,
estemos en situación de desafiar las grandes tragedias de nuestras existencia”.
El conflicto social existirá siempre, por lo que lo relevante será que se
disponga de medios para su canalización y resolución, en libertad e igualdad.
El capitalismo será tan culpable como cualquier otro sistema, pero no la única
flor del mal. Ahora bien, atribuir cualidades inherentes a las personas, a una
cosa, abstracción o proceso social no deja de ser un cierto salto al vacío. Son
las personas, no los sistemas, las que deben ser evaluadas por sus acciones y
comportamientos.
Lo que podría ser un mundo paralelo al nuestro, ignoramos si
con éxito, es el de Trilogía marciana,
en la que los colonos terrícolas de Marte prescinden de los líderes, “y nadie
pierde el tiempo comprando o vendiendo, porque no hay mercado”. Este mundo
paralelo, alternativo, se reitera en La
trilogía de Auschwitz y en el hallazgo en la “estepa bielorrusa de una
muchedumbre completamente dispar a la que sólo cabe describir como ´personas´”,
lo que Rendueles identifica con la democracia.
“La globalización neoliberal es la historia de cómo el
noventa y nueve por ciento entregamos voluntariamente el control del nuestras
vidas a fanáticos con una percepción delirante de la realidad social”.
Realmente, estudios recientes del Fondo Monetario Internacional, entidad que
también levanta suspicacias, muestra que los poseedores de la mayor parte de la
riqueza mundial no son el 1%, sino el 0,1% de la población.
Comparto que la burbuja de riqueza con la que nos endulzaron
en los últimos años era una falsedad, un error, un mito. En mi último libro
también aludo al presidente Zapatero y a la presunta participación de España en
la Champions de la economía mundial.
El jubileo, que podría mitigar la burbuja de deuda pública y
privada, no llegará, aquí nadie pondrá el contador a cero (“perdona nuestras
deudas, así como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”, llegamos a
rezar antes de la enmienda del Padre Nuestro).
Yo también he ido al trabajo insomne e impregnado del vómito
de uno mis hijos, y mientras escribo esta reseña que está a punto de terminar veo a
mis hijos jugar en la distancia.
Creo que es mucho lo que comparto con César Rendueles. Pero
discrepo en que el 99,9% de la población tenga por enemigo exclusivo al
capitalismo, que, como cualquier creación humana, puede ser igual de bueno que
malo. Recordemos que Adam Smith, padre de la Economía moderna, fue profesor de
ética.
Los enemigos, que los hay, son pocos y puede que pululen por otros
lugares. En Las Benévolas, libro que
me causó una honda impresión, aparece un desagradable personaje, un ideólogo
nazi, que cuando el régimen se empieza a derrumbar se anticipa, se cambia de
chaqueta y ofrece sus servicios a la URSS. Estos personajes que están por
encima de las ideologías, o que las manipulan a su antojo, me parece que son
los verdaderos canallas.