Veréis llanuras bélicas
y páramos de asceta
¿no fue por estos
campos el bíblico jardín?:
son tierras para el
águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante
la sombra de Caín.
Campos de Castilla,
Antonio Machado
La Historia, desde su
creación como disciplina por el griego Herodoto, sin olvidar otras vitales aportaciones
como la de su compatriota Tucídides, nos permite, desde la habitual
insuficiencia de las fuentes, particularmente de las más remotas, y con la
inapelable necesidad de que al escribir el relato histórico el autor haya de
introducir elementos fácticos y valorativos, más o menos plausibles, anticipar
pautas de comportamiento y actuación humanas. Por ello, con evidente razón,
Karl Marx confirmó que la Historia se repite, primero como tragedia, después,
como farsa.
Las quiebras
presupuestarias de los Estados, desde la primera de la que se tiene constancia en
el siglo XIV, se han venido sucediendo regularmente desde hace centurias, como
han mostrado Reinhart y Roggoff (“Esta vez es diferente: ocho siglos de necedad
financiera”).
Nuestro país tiene el “privilegio”
de encabezar el ranking, con una serie
de quiebras comenzada en 1557, con el rey Felipe II, y concluida, hasta el
momento, con la más reciente, la de 1882, coincidiendo con la Restauración
Borbónica. Para profundizar, nos remitimos al artículo de Domínguez Martínez y López del Paso
titulado “Situaciones de impago de deuda soberana” (Extoikos, núm. 4, 2011,
págs. 147-152).
Los casos más recientes
y conocidos de situaciones de crisis son los de Argentina, Grecia o Puerto
Rico.
En principio, ahí está
el Fondo Monetario Internacional, creado tras el fin de la Segunda Guerra
Mundial, para apoyar a los Estados en situación de estrés, aunque, como ocurre
con los particulares (personas físicas, empresas), una cosa es la falta de
liquidez transitoria, y otra la insolvencia estructural y permanente.
En estos últimos casos,
no tendría mucho sentido “echar agua en un cubo roto”, y más bien cabría buscar
otro tipo de soluciones, bajo la premisa de que es “fácil” poner en marcha un
Estado pero no tanto finiquitarlo, y porque, sobre todo, serán muchos los
sufrientes ciudadanos que padecerán las consecuencias del fracaso del proyecto
estatal.
Acaso, en situaciones
críticas, lo más pertinente sería buscar formas de integración del Estado
quebrado con otros, de forma suave (asociación o confederación, por ejemplo) o
dura (absorción del débil por otro más fuerte). Si también fracasaran estos
expedientes, nos hallaríamos ante un Estado fallido, y un retorno, en su
interior, a la situación de guerra de todos contra todos que precede al pacto
social, a la erección del gran Leviatán, conforme a Hobbes.
Desde luego, los
acreedores tendrían mucho que decir en cualquiera de las situaciones apuntadas,
aunque, financieramente, la aceptación de la reestructuración de la deuda,
incluso de quitas, de la aportación de nuevas garantías o de la sustitución de un deudor por otro, podría ser
preferible a la “muerte del deudor”, que implicaría, con toda probabilidad y
sin vuelta atrás, la pérdida de la totalidad del préstamo o de la inversión.
Decíamos que el Fondo
Monetario Internacional desempeña un papel clave, pero su pretendida deriva
ideológica, que lo identificaría con los intereses de las potencias
occidentales, de los Estados Unidos de América más en concreto, ha provocado
que los países emergentes estén creando estructuras financieras paralelas, en
un fenómeno que no se puede perder de vista por su relevancia geopolítica.
Acerca de la posible parcialidad de las instituciones de Bretton Woods, merece
detenerse en la obra de Stiglitz “El malestar en la globalización”.
Grecia, por ejemplo,
tiene un pie en las estructuras ortodoxas de emergencia, tanto internacionales
(Fondo Monetario Internacional) como europeas (Comisión Europea, Banco Central
Europeo, Mecanismo Europeo de Estabilidad) pero está siendo tentada por Rusia,
que encabeza, junto con China, las alternativas a la preeminencia de
instituciones como las citadas.
La Historia, lo hemos
mostrado, anticipa pautas de acción o de actuación, lo que ya, de entrada, podría
implicar la primacía de una visión circular, de eterno retorno, sobre la evolutiva-lineal,
lo que parece alejado de la tradición europea. Sea esto así o no, el pasado
ofrece pistas, claves, sobre el devenir futuro.
A mediados del siglo
XVI la Corona española, en torno al reino de Castilla, regía el mundo, tras la
culminación, décadas antes, de la Reconquista, y el simultáneo descubrimiento y
comienzo de la colonización de América. En esta amplitud se profundizó con las
adquisiciones dinásticas, que permitieron, vía casa de Austria, contar con
dominios adicionales en Europa. Carlos V y Felipe II encarnan el cénit de este
poderío, con sus luces y con sus sombras.
Nunca una posición de
preeminencia como esta, sobre todo por la recepción de ingentes cantidades de
oro y plata procedentes de América, fue tan desaprovechada por una potencia
dominante, en la que, en el imaginario social, la apariencia era más importante
que el fondo, lo estático que lo dinámico y en la que salir de los cauces
establecidos podía ser sinónimo de defección o herejía.
La visión negativa del
ejercicio del comercio hizo el resto, pero todo esto merecería una atención
específica en la que ahora no nos vamos a detener. Max Weber (“La ética
protestante y el espíritu del capitalismo”) vincula la Reforma luterana y el
protestantismo con el despegue del capitalismo, lo que explicaría que nuestro país,
en el que prendió la Contrarreforma, mostrara algunas carencias y deficiencias
que nos han acompañado, y lo siguen haciendo parcialmente, desde entonces.
La lectura de “La vida
de Lazarillo de Tormes” permite conocer, con provecho y deleite a nuestro
juicio, la realidad de la época a la que nos referimos.
Centrándonos en lo
financiero, unas arcas públicas exhaustas obligaron a la monarquía hispánica a
echarse en brazos de los banqueros privados (también denominados, simplemente,
como mercaderes, incluso como cambistas). Pronto, Castilla, ensimismada en unos
sueños de esplendor económico que nunca llegarían a materializarse, más por
incompetencia y torpeza propia que por imposibilidad, hubo de
plantearse no pagar a sus acreedores.
Ramón Carande, en el
monumental “Carlos V y sus banqueros”, recoge esta trascendental época, de la
que nos quedamos con algunos detalles sueltos (págs. 224-226).
En 1555 se comienza a
tomar conciencia de la magnitud del déficit y de la inminencia de la quiebra.
El monarca plantea practicar una quita (“sisa”) a los créditos de los banqueros
acreedores.
El príncipe Felipe, por
medio de una misiva algo anterior, dirigida a su padre, fechada a 27 de
noviembre de 1553, comenta lo siguiente al respecto:
“La forma que vuestra majestad
da, en su carta, de quitar a los mercaderes, de las consignaciones que les
están dadas en pagos de sus cambios, a cada uno lo que pareciese, les pareció
muy peligrosa a los del consejo de la hacienda, y que ellos [los banqueros] se
escandalizarían mucho y quedarían con gran sospecha de que no habían de tener
seguridad en ninguna cosa que contratasen, y sería causa para que los de acá y
los de allá todos se alterasen y abstuviesen de socorrer a vuestra majestad, de
que podrían resultar los trabajos é inconvenientes que vuestra majestad puede
juzgar; porque el principal caudal que de presente hay en todas partes para ser
servido y socorrido es ver cuan bien se cumple con los mercaderes lo que se
asienta, sin variación ni mudanza alguna, y con este crédito se esfuerzan
algunos dellos a hacer más de lo que pueden, que de otra manera no lo harían”.
El monarca, a pesar de
tan razonables argumentos, no se quitó de la cabeza la idea de aplicar quitas
unilaterales a los pagos comprometidos con los acreedores.
El consejo de la
hacienda insiste: “no se les debería tomar ninguna cosa [a los banqueros] de lo
que les está dado”.
Finalmente, los tres
consejos (estado, guerra y hacienda) hincan la rodilla a finales de 1555 y
ceden ante las pretensiones del emperador, aunque advierten de las
consecuencias de la quita. Los consejeros concluyen que la sisa propuesta en
1553, rechazada por el príncipe, sería un paliativo inoperante: “Vuestra
Majestad se debía socorrer del dinero que los mercaderes, a quien están
libradas las rentas y consignaciones de este año, han de cobrar ahora, sin
perjuicio del daño que les pueda venir”; “es menos inconveniente que ellos
falten y quiebren en sus tratos y créditos que dexarse de proveer lo
susodicho”.
Realmente, todo esto
era una estratagema para presionar sobre los acreedores y suscitar su
condescendencia, pues se les brindaba la opción de conceder otros 400.000
ducados para sufragar los gastos exteriores del reino (gastos en Flandes, y,
sobre todo, en Italia). A los prestamistas que accedieran a proveer esta
liquidez, “no se les tomaría nada, y quedarían libres de este trabajo [de la
sisa]”. En garantía de los nuevos créditos se ofrecerían juros (una forma de
deuda pública castellana).
Los banqueros rechazan
la propuesta. Se lanza una nueva oferta por el monarca, en la que los nuevos
créditos ascenderían a 350.000 ducados. Finalmente, se llega a un acuerdo en
1556, por el que los banqueros conceden nuevos empréstitos.
Según Carande:
“Comprometían demasiado los banqueros –y los del consejo lo ven claro-
desentendiéndose de la situación creada. Hasta septiembre de 1555 habían
seguido prestando, a pesar de los pesares, precisamente con la ilusión de
cobrar el cúmulo de libranzas de su cartera, repleta de efectos aparentemente
fallidos. En realidad siguió pagándose, con las alternativas antedichas,
mientras Carlos V ocupó el trono. Fue la nueva majestad de don Felipe quien
hubo de apurar aquel amargo cáliz [el de suspender pagos]”.
En 1557 se decreta la
suspensión de pagos, la primera de muchas otras que habrían de venir en los tres siglos posteriores.
La Historia se repite,
primero como tragedia, después, como farsa, dentro y fuera de nuestras
fronteras, en una continua lucha entre opulencia y austeridad.