Moisés
Naím escribió en 2013 “The End of Power”, con el significativo subtítulo: “From
boardrooms to battlefileds and churches to states, why being in charge isn´t
what it used to be”. Encontramos en el título ecos de otra obra escrita hace
algunos años: “El futuro no es lo que era”, de Juan L. Cebrián y Felipe González.
Las
decisiones tomadas en las salas de los consejos de administración, en los
cuarteles de los ejércitos, en los gabinetes gubernamentales o en las sedes
religiosas siguen siendo trascendentales para sus destinatarios directos e
indirectos, pero la comodidad con la que fueron regidos los destinos colectivos
se ve ahora condicionada por múltiples interferencias.
Naím
ha ejercido responsabilidades políticas de primer nivel (fue ministro en
Venezuela), en organismos financieros internacionales (fue director ejecutivo
del Banco Mundial) y en los medios de comunicación (ha sido editor jefe de la
prestigiosa revista “Foreign Policy”), entre otros cometidos. Es asiduo de las citas de Davos, de las conferencias Bilderberg y de las reuniones anuales
del Fondo Monetario Internacional. La visión que le da su trayectoria es
privilegiada para percatarse de que ejercer el poder ya no es lo que era.
La
obra no sólo mantiene su vigencia, sino que es probable que la haya incrementado,
a la luz de fenómenos como el “Brexit”, la victoria de Trump en los Estados
Unidos, el deambular de la “Primavera Árabe”, la guerra de Siria, las tensiones
en Ucrania, la creciente preponderancia rusa, la crisis permanente del sistema
financiero internacional, las dificultades de Europa, etcétera.
La
obra comienza con una confesión que le dirigió Joschka Fischer, uno de los políticos
alemanes más prestigiosos, que acaso sea la idea seminal de la obra: “Uno de
mis mayores `shocks´ consistió en descubrir que todos los imponentes palacios
gubernamentales y otros adornos del gobierno eran, en realidad, lugares vacíos.
La arquitectura imperial de los palacios gubernamentales enmascara realmente lo
limitado del poder de los que trabajan allí”.
El
poder consiste, muy genéricamente, en la capacidad de hacer que otros hagan, o
dejen de hacer, algo. El poder se adquiere, se usa, se conserva y se pierde. Para
Aristóteles, el poder, junto con la riqueza y la amistad, eran los tres
componentes que, unidos, generaban la felicidad de las personas. Sería
imposible detallar todos los pensadores que han dedicado sus esfuerzos a
teorizar sobre el poder: Maquiavelo, Hobbes, Nietzsche, Dahl… Pero ninguno de
ellos lo ha hecho en una época —plenamente globalizada— tan complicada como
esta. Puede que Manuel Castells sea uno de quienes mejor han captado el cambio
de época y sus implicaciones.
El
presidente de los Estados Unidos o China, de JP Morgan o de Shell, el editor
ejecutivo del New York Times, el jefe del Fondo Monetario Internacional o el Papa
de la Iglesia Católica atesoran, cada uno a su nivel, un poder inmenso, pero
muy inferior que el de sus antecesores.
Los Estados se han cuadruplicado en número desde 1940, pero ahora compiten no sólo entre sí, sino también con multinacionales y organizaciones no gubernamentales. Los conflictos se resuelven por estrategias políticas y militares más que, únicamente, por medio de estas últimas. Sin duda, las tesis de Clausewitz han quedado desdibujadas.
Algo
similar ha ocurrido con las grandes corporaciones. Los líderes de las compañías
de la actualidad ganan mucho más que los de antes, pero son bastante más
vulnerables en términos reputacionales y de beneficio de sus compañías.
En
el nuevo panorama del poder han entrado nuevos agentes en muchos ámbitos,
incluyendo, por desgracia, algunos como los piratas, los terroristas, los insurgentes,
los “hackers”, los traficantes, los falsificadores y los ciber-delincuentes.
Estos
nuevos pequeños agentes, sobre todos los legítimos, suponen la aparición de un
nuevo tipo de poder: del “micropoder”.
Con
Lord Acton, si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente y
genera daño social. En el extremo opuesto, cuando el poder es demasiado difuso
están servidos el caos y la anarquía.
Naím
afirma que “un mundo en el que todos los jugadores tienen suficiente poder para
bloquear las iniciativas de todos pero nadie tiene el poder de imponer su curso
de acción preferido es un mundo en el que las decisiones no se toman, o se
adoptan demasiado tarde, o se llevan al terreno de la inefectividad”. La
reciente experiencia política española confirma la pertinencia de este enfoque.
Naím
continúa: “Décadas de conocimiento y experiencia acumulada por partidos
políticos, corporaciones, iglesias, militares e instituciones culturales afrontan
el riesgo de la disipación. Y cuanto más resbaladizo es el poder, nuestras
vidas se gobiernan, cada vez más, por incentivos a corto plazo y por temores, y
menor es la posibilidad para dirigir nuestras acciones y planificar el futuro”.
Estos
peligros y retos se manifiestan en múltiples ámbitos: el cambio climático, la
proliferación nuclear, las crisis económicas, el agotamiento de recursos
naturales, las pandemias, la pobreza generalizada, el terrorismo, los tráficos
ilegales, los ciber-delitos y más.
Los
micropoderes, más que obstáculos, pueden ser una de las soluciones: “el mundo afronta
cambios complejos que requieren la participación, más que nunca, de diversos
partidos y jugadores para su resolución”, concluye Naím.