La
crisis financiera ha provocado que los Estados, para evitar el desmoronamiento
de los diversos sistemas financieros nacionales, regionales y del internacional,
hayan tomado posiciones como accionistas o como titulares de deuda en numerosas
entidades bancarias, con resultados ruinosos por lo habitual, aunque todavía
estamos lejos de poder cuantificar con precisión el montante de estas pérdidas.
[…]
La
experiencia vivida tras el hundimiento, en septiembre de 2008, del banco
sistémico de inversión Lehman Brothers, que puso al sistema financiero
internacional al borde del colapso, y los estrechos vínculos existentes entre
los Estados y los sistemas financieros nacionales, que no han dejado de cruzar sus
intereses y de financiarse mutuamente, han llevado a esta involucración
prácticamente forzosa. […]
Obviamente,
la deuda pública de ciertas naciones se ha disparado, lo que ocasiona que una
pesada losa caiga sobre unos ciudadanos, que, en último término, tendrán que
asumir el esfuerzo para devolver a los inversores en títulos públicos las sumas
recibidas, incrementadas con los intereses devengados. Además, si las cosas
vienen mal dadas (catástrofes, conflictos geopolíticos, nuevas crisis
financieras…), el margen de seguridad conferido por la posibilidad de
financiarse en los mercados mediante la emisión de deuda estaría agotado.
El
sistema financiero merece ser protegido por la función cardinal que desempeña
en nuestras sociedades (recuérdese, por ejemplo, la célebre cita al “orden
público económico” de la sentencia nº 241/2013, de 9 de mayo, del Pleno de la
Sala Primera del Tribunal Supremo a propósito de las cláusulas suelo).
Sin
embargo, no tiene mucho sentido que se preste apoyo público a entidades bancarias
privadas que se han gestionado deficientemente —por negligencia o
deliberadamente—, con el conocimiento por parte de sus administradores y
directivos de la existencia de una especie de “seguro público”, que, una vez
activado, supondría que tanto ellos mismos como los accionistas, al igual que
otros agentes involucrados como los inversores o los depositantes, quedarían
indemnes. Se trata, en síntesis, del llamado “riesgo moral” (“moral hazard”). […]
Pero
este “jugar con ventaja” al que han estado habituados últimamente algunos
administradores de entidades bancarias —que parece haber sido asumido
acríticamente, en ocasiones, por las autoridades regulatorias y políticas— puede
generar efectos todavía más dañinos cuando la entidad es, además, de un tamaño
excesivo. Se trata de las conocidas como “entidades demasiado grandes para
caer” (“too big to fail”), respecto de las cuales se podría presumir que no
rescatarlas, por la magnificación de los hipotéticos efectos perniciosos, sería
todavía una solución peor.
Como
es natural, todo lo anterior no ha pasado desapercibido a los impulsores y
diseñadores del nuevo marco regulatorio aplicable a las entidades financieras.
El G-20 ha marcado el tempo político, pero han sido el Comité de Supervisión
Bancaria de Basilea y el Consejo de Estabilidad Financiera, junto con el Fondo
Monetario Internacional, las instancias técnicas internacionales que han dado
cuerpo a las “recomendaciones” tomadas en consideración por las diversas
jurisdicciones.
Entre
las novedades diseñadas hace ya unos años e instauradas recientemente figura la
sustitución de los rescates externos o con fondos públicos (“bail-out”) por los
arreglos internos en cada entidad (“bail-in”), con un mayor sacrificio para los
accionistas e inversores, incluso para los depositantes no garantizados (por
encima de 100.000 euros en la Unión Europea, por ejemplo), antes de que, solo
excepcionalmente, si las circunstancias lo demandan, pueda inyectarse dinero
público en las entidades en situación de tensión. La aplicación de estos
procedimientos, además, es prioritaria en relación con la de los procedimientos
concursales ordinarios.
El
tránsito del “bail-out” al “bail-in” se ha considerado como un imperativo
político en ambas orillas del Atlántico que podría ocultar un acuerdo entre los
políticos y los banqueros, conforme al cual la elevación de los requerimientos
de capital quedaría compensada con la admisión a este fin de determinados
instrumentos (los “cocos” —“contingent, convertible capital instruments”), más
baratos que el capital y que no diluirían el control y la remuneración de los
banqueros en los buenos tiempos […].
Pero
el “bail-in” no es una panacea, y debería ser considerado como un elemento de
una solución global a los problemas de las entidades demasiado grandes para
caer, debiendo complementar, no sustituir, a otras herramientas que permitirían
una resolución ordenada de la institución (Fondo Monetario Internacional).
La
recepción en España de esta nueva concepción para el tratamiento de las crisis
bancarias nos ha llegado a través de la Unión Europea y de la Unión Bancaria,
como parte de la Unión Económica y Monetaria con la que nuestro país está
firmemente comprometida.
De
hecho, de los tres pilares ya instaurados de la Unión Bancaria, uno tiene por
objeto el establecimiento del Mecanismo Único de Resolución, como complemento
del Mecanismo Único de Resolución (el otro pilar es la regulación unificada, y
el cuarto, todavía por definir ante las reticencias de algunos Estados, el
fondo de garantía de depósitos unificado).
La norma de referencia es la Directiva 2014/59/UE,
del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de mayo de 2014, por la que se
establece un marco para la reestructuración y la resolución de entidades de
crédito y empresas de servicios de inversión. De entre sus diversos desarrollos
merece ser destacado el Reglamento (UE) 806/2014, del Parlamento Europeo y del
Consejo, de 15 de julio de 2014, por el que se establecen normas uniformes y un
procedimiento uniforme para la resolución de entidades de crédito y de
determinadas empresas de servicios de inversión en el marco de un Mecanismo
Único de Resolución y un Fondo Único de Resolución y se modifica el Reglamento
(UE) 1093/2010.
La Directiva 2014/59/UE ha sido objeto de transposición
en España por la Ley 11/2015, de 18 de junio, de recuperación y resolución de
entidades de crédito y empresas de servicios de inversión y por el Real Decreto
1012/2015, de 6 de noviembre.
La
Junta Única de Resolución es la autoridad de resolución europea, la cual actúa
coordinadamente, para la ejecución de sus decisiones, con las diversas
autoridades nacionales de resolución. En el caso de España, dicha función se ha
asumido por el Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB).
Actualmente
se está dando cobertura por la industria bancaria al Fondo Único de Resolución,
que estará totalmente dotado en 2024, con, al menos, el 1 % del importe de
los depósitos de todas las entidades de crédito autorizadas en todos los
Estados miembros participantes (unos 55.000 millones de euros).
El
Mecanismo Único de Resolución comenzó a regir en 2016. Desde entonces se ha
especulado acerca de cuál sería la primera entidad en quedar sometida al nuevo
mecanismo y a sus procedimientos. Desde hace algunos meses se tenía la certeza
de que este “privilegio” correspondería a las entidades bancarias italianas,
aunque estas, finalmente, han encontrado una solución con apoyo público del
Estado italiano, acorde, al parecer, con la Directiva 2014/59/UE. El 1 de junio
de 2017, específicamente, se publicó el principio de acuerdo entre la Comisión
Europea y las autoridades italianas sobre la reestructuración de Monte dei
Paschi de Siena bajo la forma de “precautionary recapitalisation” […].
A
pesar de todo, que las entidades bancarias italianas esquivarían la aplicación
del nuevo marco regulatorio de resolución es algo que se veía venir (“Italia: principio de la banca y fin de la Unión Bancaria”, blog ¿Hay Derecho?, 28 de
julio de 2016).