El
pasado 21 de julio tuve la fortuna de moderar en la ciudad de Marbella la mesa
redonda de la sesión “La Unión económica y monetaria (UEM): treinta años entre
las crisis y el crecimiento. En busca de la gobernanza y la estabilidad”, del
curso “España en la EU y la UE en España 1986-2016. Balance y prospectiva”,
organizado por la Fundación General de la Universidad de Málaga y dirigido por
la profesora Magdalena Martín.
En
la mesa participaron Isabel Lirola Delgado, de la Universidad de Santiago de
Compostela, José Manuel Domínguez Martínez, de la Universidad de Málaga, y Antonio
Estella de Noriega, de la Universidad Carlos III de Madrid
Previamente,
la ponencia principal corrió a cargo de Manuel López Escudero, Letrado del
Tribunal de Justicia de la Unión Europea y Catedrático de Derecho Internacional
Público de la Universidad de Granada.
Recojo
a continuación algunas reflexiones que han resultado de la preparación de la
mesa y de su desarrollo. Espero poder preparar un artículo con más
profundidad próximamente sobre la UEM.
Casi nadie discute la
fortaleza de la Unión Europea y el privilegio que para algunos Estados europeos
—y sus ciudadanos y empresas— supone formar parte de este selecto club, que no
impide la adhesión de nuevos socios siempre que respeten diversos valores básicos,
innegociables e irrenunciables, como son la dignidad humana, la libertad, la
democracia, la igualdad, el Estado de Derecho o los derechos humanos.
Desde su creación, tras
el fin de la Segunda Guerra Mundial, las antiguas Comunidades (ahora, la Unión
Europea) han crecido y debido superar obstáculos y tensiones, algunas con el
exterior, pero también, con cierta frecuencia, en su propio seno, entre las
instituciones y los Estados miembros, o directamente de estos entre sí.
La Unión siempre ha
salido airosa y reforzada, por el momento, de las pruebas que ha debido ir
superando, lo que ha permitido la consolidación, como decíamos, de un espacio
de libertad y desarrollo económico y social, del que se pueden beneficiar los
ciudadanos y las empresas.
Sin embargo, en los
últimos años se ha enrarecido el ambiente. De entrada, son varios los Estados y
las regiones dentro de Estados que pretenden, respectivamente, bien abandonar
el proyecto europeo común, bien abandonar las estructuras políticas nacionales que
les dan cabida para crear otras ex novo.
En relación con la
soberanía, que es un concepto medieval que cobra inesperado protagonismo a
estas alturas del siglo XXI, y con algo tan inherente a ella como es la moneda,
de forma un tanto artificiosa, solo 19 de los 28 Estados miembros —pronto 27,
tras la salida de Reino Unido— forman parte de la eurozona, lo que genera
duplicidades, como que se cuente con un Sistema Europeo de Bancos Centrales, en
el que participan el Banco Central Europeo (BCE) y los bancos centrales
nacionales de todos los Estados miembros de la Unión Europea, y con un Eurosistema
para los países que han asumido el euro, que aglutina al BCE y a los bancos
centrales nacionales de los países del euro.
Precisamente, el Banco
Central Europeo ha asumido un papel más que activo, más allá del ejercicio de
la política monetaria tradicional (aunque su base, la zona del euro, no se
pueda identificar con los estándares más ortodoxos…) y de la supervisión
bancaria ejercida sobre las mayores entidades europeas desde noviembre de 2014.
Como afirma Guillermo de
la Dehesa, el BCE tiene que actuar, en solitario, «supliendo con su política
monetaria, la ausencia de política fiscal, lo que hace más difícil su labor y
su independencia», lo que ha llevado a su presidente a contestar a algunos
críticos «yo respondo a la Ley y no a los políticos» y «tengo un mandato para
preservar la estabilidad de precios del área del euro, no sólo de Alemania».
El BCE ha adoptado
medidas controvertidas, que se han discutido desde el punto de vista de su
legitimidad y su encaje en los Tratados de la Unión y sus propios Estatutos,
como la aplicación de medidas de política monetaria no ortodoxa o la bajada del
tipo de interés al 0% (o al terreno negativo, como ocurre con la facilidad de
depósito).
Al menos, el BCE cuenta
con el respaldo de una institución como el Tribunal de Justicia de la Unión
Europea, que le ha lanzado varios guiños, de los que hay que destacar la
sentencia de 16 de junio de 2015 (asunto C-62/14), que
validó el programa de operaciones OMT («outright monetary transactions») de
2012, de compra de bonos soberanos en los mercados secundarios, afirmando que
con este, que no llegó ni a ser empleado, no se sobrepasaron las atribuciones
del BCE en materia de política monetaria ni se violó la prohibición de ofrecer
financiación monetaria a los Estados miembros.
El tipo de interés al
0% hay que vincularlo, como es natural, con el bajo crecimiento de las
economías europeas. Este bajo crecimiento, unido al alto endeudamiento público,
la mayor presión impositiva y la adopción de medidas de recorte del gasto
público, en un entorno de altas tasas de desempleo, genera malestar social a lo
largo de toda la Unión.
A su vez, la Unión
Europea se ve afectada por un entorno geográfico circundante sumamente
inestable cuando no explosivo, y por el crecimiento desbocado de sus
competidores económicos, como es el caso, por ejemplo, de China.
Las medidas de
excepcionalidad tomadas por los poderes públicos, que, paradójicamente, cada
vez son menos excepcionales y más permanentes, no sirven, al parecer, para
atajar los verdaderos desequilibrios estructurales de las economías nacionales europeas.
Por ello, durante los últimos años se repite el «mantra» de la necesidad de
acometer reformas estructurales. Entre las instituciones que reiteran con
cierta frecuencia estas reformas figura el mismo BCE.
Por ejemplo, el mismo
día en el que el tipo de interés se redujo por el BCE al 0%, Mario Draghi
señaló que, para que la completa efectividad de las medidas de política
monetaria, otras políticas deben contribuir decisivamente; dado el persistente
y elevado desempleo estructural y el bajo margen potencial de crecimiento en la
zona del euro, la recuperación económica debería ir soportada por políticas
estructurales efectivas, que eleven la productividad y mejoren el ambiente
empresarial, las cuales son vitales para incrementar la inversión y permitir la
creación de empleo, para concluir que las reformas estructurales, en un entorno
de política monetaria acomodaticia, no solo conducirán a un crecimiento
económico mayor y más sostenible, sino que harán a la eurozona más resistente
ante eventuales «shocks» globales.
Desde la vertiente del
BCE vinculada con la supervisión bancaria, la presidenta del Mecanismo Único de
Supervisión, Danièle Nouy, ha manifestado que el sector bancario no es una isla,
sino que está estrechamente relacionado con la economía. Los bancos son un
espejo de la economía, tanto cíclica como estructuralmente, por lo que una
economía sólida y sana es un prerrequisito para un sector bancario igualmente
sólido y sano. Por ello, hay necesidad de que se materialicen reformas
estructurales que vayan más allá del sector bancario, particularmente en los
países que fueron más golpeados por la crisis reciente. Se ha avanzado, pero
ahora es esencial finalizar las reformas emprendidas.
Este discurso del BCE
es prácticamente un calco del oficial del Consejo, y así lo confirma el
considerando 2 de la Recomendación del Consejo, de 8 de maro de 2016 (DOUE de
11 de marzo siguiente), sobre la política económica de la zona del euro: «Debe
reforzarse la aplicación de ambiciosas reformas estructurales que aumenten la
productividad e impulsen el potencial
de crecimiento, de
conformidad con las
prioridades estratégicas establecidas
para todos los
Estados miembros en el Estudio Prospectivo Anual de la Comisión sobre el
Crecimiento de 2016. Si se llevan a cabo conjuntamente en todos los Estados
miembros, las reformas estructurales pueden proporcionar ventajas a la zona del
euro en su conjunto gracias a efectos colaterales positivos, en particular a
través de los canales comerciales y financieros».
Se aprecia, por tanto,
una tensión entre la necesidad de que se acometan reformas, que se demandan al
más alto nivel político, monetario y de supervisión bancaria, y el efectivo
comienzo de la puesta en marcha de estas por parte de unos Estados «remolones».
Estas reticencias pueden obedecer a justificaciones de variada índole, como,
entre otras, la impaciencia, en un entorno de inseguridad económica, y que,
desde el punto de vista político, el desgaste no sea excesivo y haya tiempo
para «rentabilizar» los esfuerzos asumidos.
Una síntesis de esta
paradoja se encierra en la frase de Jean-Claude Juncker, actual presidente de
la Comisión Europea, que, con anterioridad, presidió el Eurogrupo: «Sabemos qué
hacer para salir de la crisis; lo que no sabemos es cómo ganar las elecciones
después».
No es de extrañar que,
desde sus nuevas responsabilidades, haya sido Jean-Claude Juncker el impulsor del
«Plan de Inversiones de la Unión Europea», también denominado «Plan Juncker»,
como vía para estimular la demanda en el corto plazo y elevar el crecimiento
potencial de la Unión, en un entorno de caída de la inversión pública y bajos
tipos de interés.
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