En los años anteriores al súbito parón de 2007 y el posterior declive (la «Gran Recesión», por distinción con la «Gran Depresión» de los años 30 del pasado siglo, posterior al crac bursátil de 1929), el aire que se respiraba en ambas orillas del Atlántico era de seguridad y de confianza en un crecimiento económico continuado e incesante, impulsado por el mundo de las finanzas, a pesar de ciertos episodios, algunos cíclicos e inherentes al capitalismo y a lo financiero, otros con componentes de irregualridad o incluso fraude, que no llegaron a afectar a los cimientos del sistema (por ejemplo, en 1998 se produjo la suspensión de pagos de Rusia, en 2000 estalló la burbuja de las «puntocom» asociada a las empresas de Internet, en 2001 Argentina se declaró en suspensión de pagos, también en 2001 quebro Enron, etcétera).
Pocos esperaban que la autopista por la que circulaban los flujos de intercambios comerciales y financieros terminara en 2007, sin previo aviso, conduciendo directamente a un profundo acantilado.
Pocos esperaban que la autopista por la que circulaban los flujos de intercambios comerciales y financieros terminara en 2007, sin previo aviso, conduciendo directamente a un profundo acantilado.
Sin
embargo, este patrón es perfectamente identificable y no debe provocar
sorpresa. Ya en 1928, meses antes del crac bursátil de 1929, el norteamericano presidente
Coolidge sentenció que los Estados Unidos nunca habían tenido ante sí una
perspectiva tan favorable: en el orden interno con tranquilidad, satisfacción y
prosperidad, y en el externo con paz y comprensión mutua. En el mismo año en el
que Coolidge pronunció estas palabras estalló la burbuja inmobiliaria de
Florida, pero ello no sirvió como revulsivo para refrenar el afán de
especulación y persecución de riqueza fácil de los particulares y empresas: «la
fe de los norteamericanos en la posibilidad de enriquecerse aprisa y sin
esfuerzo gracias a la Bolsa fue cada día más firme» (Galbraith).
Algunos
años más tarde y más cerca de nosotros, en el mes de septiembre de 2007, justo unas
semanas después del impacto de las primeras manifestaciones de las hipotecas
«basura» norteamericanas y un año antes de la quiebra de Lehman Brothers, el presidente del Gobierno español afirmó que el crecimiento económico en España
no se había puesto en duda por la crisis hipotecaria sufrida en Estados Unidos
ni por las distintas subidas de los tipos de interés, y que la economía
española estaba preparada como nunca lo había estado ante una posible recesión.
En resumen y dicho en términos futbolísticos, se consideraba que España
participaba en la «Champions League» de las economías mundiales.
Además
del optimismo irrefrenable que parece animar a ciertas personas, la realidad es
que cuando una burbuja financiera (o inmobiliaria) se está formando, a pesar de
su magnitud y su carácter totalmente notorio, es difícil que su existencia sea
públicamente reconocida y, mucho más aún, que se adopten medidas voluntarias,
por los poderes públicos o por los agentes privados, tendentes a su
desactivación para que sus potenciales efectos perversos sean paulatinamente
asimilados por el sistema, quedando neutralizados o minimizados.
En
esta etapa de formación de la burbujas, en las que nadie, ni sabio ni
ignorante, sabe ni ha sabido nunca cuándo son de esperar o deberían haber
tenido lugar las depresiones económicas o financieras, se puede pinchar y hacer
estallar una burbuja sin dificultad, pero conseguir que vaya rebajando su
volumen poco a poco es una tarea extremadamente delicada (Galbraith).
En
los primeros años de vino y rosas del comienzo del milenio fueron pocas las
voces que alertaron de los formidables riesgos en los que las entidades
financieras, sobre todo las norteamericanas, estaban incurriendo, sin que ni éstas
ni las instituciones públicas responsables de su supervisión fueran conscientes
del posible contagio al resto de entidades e inversores de todo planeta que
habían tomado parte en este juego. Y, mucho menos, nadie pensó en aquellos
momentos, o si lo hizo sirvió de poco, en que una vez que la música parase
serían los ciudadanos los que habrían de pagar la factura de los destrozos
ajenos, sin haber tomado parte ni, mucho menos, obtenido beneficio.
Es
decir, el esquema que se estaba desarrollando implicaba, en un primer estadio,
una privatización fabulosa de beneficios para unos pocos y, en un momento
posterior, una escandalosa socialización de pérdidas a escala planetaria.
Merece
ser destacada y retenida la crítica del entonces Economista Jefe del Fondo Monetario
Internacional Raghuram Rajan, quien, en 2005, en una conferencia en un homenaje
al ideólogo de los vientos de la desregulación y la liberalización en el mundo
financiero, el que fue Gobernador de la Reserva Federal de los Estados Unidos
entre 1987 y 2006, Alan Greenspan, tuvo el arrojo de afirmar que el desarrollo
financiero estaba haciendo que el mundo fuera más peligroso, lo que le mereció
críticas inmediatas y mayoritarias de unos, pero, a medio plazo, el
reconocimiento de otros.
Rajan,
en una obra posterior («Fault Lines»), analizó certeramente los orígenes de la crisis
financiera y económica comenzada en 2007. Además de las consabidas
explicaciones de bajos tipos de interés, exceso de liquidez, desregulación,
etcétera, afirma, con relación a los Estados Unidos de América, que, ante la
constatación en los primeros años 90 del pasado siglo de que los ciudadanos
tenían cada vez ingresos más reducidos, la clase política comenzó a buscar
formas rápidas para ayudarles —ciertamente, más rápidas que la reforma educativa,
que necesita décadas para producir resultados—. Viviendas asequibles para
grupos de bajos ingresos fue la respuesta obvia, unido a un acceso fácil al
crédito.
Por
contextualizar debidamente los acontecimientos, el nombramiento de Alan Greenspan
se produjo, como se ha indicado, en 1987, es decir, en el segundo mandato de
Ronald Reagan, lo que nos conduce al dúo formado con Margaret Thatcher y las
políticas llamadas «neoconservadoras».
En
conclusión, en 2007, desde el punto de vista financiero, el mundo se encontraba
en un delicado equilibrio. De una mala actuación de determinadas entidades
financieras se debería haber derivado su «desaparición del mapa», esto es, su
liquidación, con la consecuente e inevitable pérdida de la inversión por los
socios capitalistas, la asunción de pérdidas por los acreedores, la rendición
de cuentas de los administradores y, en su caso, la depuración de
responsabilidades en los diversos órdenes, incluido el penal.
Sin
embargo, y los gestores de las entidades quizá jugaron sus barajas teniendo
este dato en consideración, los perjuicios para la comunidad y el interés
general habrían de ser mayores dejando caer a las entidades que apoyándolas con
dinero público, sufragado por los contribuyentes. Surgió así la figura de las
entidades «demasiado grandes para caer» (too
big to fail) por su carácter sistémico. Con alguna excepción sonada, como la de Lehman Brothers o la de los bancos islandeses, en ninguna de las orillas del Atlántico han
sido frecuentes las quiebras o procedimientos concursales de las entidades
financieras, en especial de las bancarias. Menos frecuentes aún han sido los procesos penales dirigidos contra los gestores bancarios, y casi anecdótica la recuperación de cantidad alguna.
Debido
a las peculiaridades de las entidades de crédito, y en ausencia de mecanismos
que permitan su liquidación sin poner en peligro la estabilidad financiera,
podría no ser posible liquidar una entidad de crédito aplicando procedimientos
ordinarios de insolvencia, es decir, que difícilmente le será aplicada a una
entidad de crédito española, por ejemplo, la Ley Concursal, con la excepción de
casos como el de Banco de Madrid, intervenido y liquidado, más bien, por otras razones.
La
salida del mercado de los operadores no viables se debe producir, en
consecuencia, de forma ordenada, preservando la estabilidad financiera, lo que
implica que la aplicación de los procedimientos concursales ordinarios debe ser
relevada por la de otro procedimiento creado ad hoc, como es el de «resolución» (actualmente, con la referencia de la Ley 11/2015, de 18 de junio, de
recuperación y resolución de entidades de crédito y empresas de servicios de
inversión).
Desde
el punto de vista del depositante, este procedimiento consistiría en explicarle
al cliente que «el barco se está hundiendo pero hay que mantener la calma»,
para evitar los llamados pánicos o corridas bancarias (bank runs), es decir, la retirada masiva y simultánea de todos o
gran parte de los depósitos, lo que sería imposible de acometer por cualquier
entidad de depósito, dado que las sumas recibidas por los
depositantes se aplican por la entidad a la concesión de créditos por cuenta
propia, contando con una liquidez limitada, la suficiente para ir atendiendo el
día a día de la clientela, con un margen de seguridad adicional. La
interconexión de las entidades que forman el sistema financiero podría provocar
que los problemas de una entidad aislada se propagaran al resto de entidades, a
todo el sistema, con suma facilidad.
Las
innovaciones financieras, en suma, se comenzaron a gestar en los Estados Unidos
y se propagaron de ahí a todo el mundo. El mecanismo citado de la liquidación
de entidades perdió su virtualidad sanadora y de limitación de daños, por lo que
una vez que las altas torres del sector de las finanzas comenzaron a caer no
hubo muro de contención alguno que permitiera a las entidades y Gobiernos de
todo el mundo resistir el envite del enorme tsunami
financiero que se les venía encima.
Las
principales entidades bancarias americanas y europeas tuvieron que recibir
ingentes cantidades de dinero público, cientos de miles de millones de euros y
dólares para resistir, transitoriamente, la situación. Entre los destinatarios
de estas ayudas se incluyeron algunas de las entidades de más pedigrí mundial. Lehman Brothers, Merrill Lynch o Bear Stearns
fueron tragadas por las oscuras aguas, lo cual era impensable meses, incluso
semanas, antes a su hundimiento.
Algunas
entidades —las menos— cayeron, otras fueron adquiridas a precio de ganga por
sus rivales y competidores, otras se nacionalizaron, todo ello sin un criterio
bien definido ni con una dosis mínima de coherencia.
Las
grandes compañías del crédito hipotecario en los Estados Unidos, Fannie Mae y
Freddie Mac, hubieron de ser igualmente rescatadas.
En
nuestro país desaparecieron de facto las
cajas de ahorros como modelo, primero por la generalización del llamado
ejercicio indirecto de la actividad financiera (Real
Decreto-ley 11/2010, de 9 de julio, de órganos de gobierno y otros aspectos del
régimen jurídico de las Cajas de Ahorros), y posteriormente, en 2014, a través
de la conversión de las cajas subsistentes en fundaciones bancarias.
El
art. 135 de la Constitución hubo de ser modificado con urgencia en agosto de
2011, reforzando, entre otros aspectos, la estabilidad presupuestaria y la
sostenibilidad financiera de las Administraciones Públicas, así como el pago
prioritario de la deuda pública y sus intereses a sus tenedores, es decir, a
los prestamistas del Estado español.
A
duras penas, decíamos, comenzaron los Gobiernos a financiar y sostener a los
bancos, ya fuera inyectando fondos o adquiriendo participaciones de su capital
social, pero posteriormente fueron las entidades bancarias las que comenzaron a
suscribir deuda pública para financiar a los Estados, particularmente en Europa,
dada la caída de los ingresos estatales y la enormidad de los gastos públicos
de unos Estados del Bienestar diseñados en otra época y para otras
circunstancias. Así, se produjo un círculo vicioso entre la deuda privada y
deuda la pública que necesariamente había de ser superado. En Europa, se pretende que la Unión Bancaria sirva para esta ruptura.
Una
crisis local como la de las
hipotecas subprime, focalizada
inicialmente en los Estados Unidos, se extendió a todo el mundo, debido a la
colocación internacional de estos activos financieros, adquiriendo un problema de
un país concreto un carácter global.
La activación de otras conexiones
puramente psicológicas también influye en la euforia o el pesimismo de los
inversores, contagiando a los inversores de otras zonas menos «enfermas
financieramente», incluso sanas, trasladando con celeridad los males de un
concreto lugar a otro, que puede estar distante en el espacio (Kindleberger).
La
culpa remota de lo ocurrido se atribuye a los productos financieros complejos
como las titulizaciones o los derivados, pero lo que se encontraba en el origen
de todo era un producto tan sencillo y aparentemente ingenuo y bienintencionado
como las hipotecas para acceder a la primera vivienda. Y mucha avaricia, y mucha estupidez.