En la primera parte de este post presentamos al controvertido Yanis Varoufakis y las líneas rectoras
de su libro “El minotauro global”.
Para este segunda parte
dejamos pendientes de desarrollo las referencias al pretendido plan global y al
mecanismo global de reciclaje de excedentes (en este último caso, en su configuración
ideal y en la fáctica).
De la Segunda Guerra
Mundial salieron unos Estados Unidos convertidos en la mayor potencia acreedora
mundial, que impuso una moneda global (el dólar) y un centro financiero para la
materialización de los intercambios comerciales (Wall Street).
Los partidarios del New Deal, que guiaban los designios del
país desde 1932, liderados por Roosevelt, “se dieron cuenta de que la historia
les había regalado una extraordinaria oportunidad: erigir un orden global de
posguerra que forjara la hegemonía americana en acero inoxidable”.
Así, se llegó a 1944 y
al hotel Mount Washington, en la ciudad de Bretton Woods (New Hampshire). La
guerra no estaba concluida, pero la suerte de las partes en liza sí estaba
decidida, lo que habilitada para ir dando forma al futuro inmediato. Se
discutió cuál sería el marco institucional monetario y financiero de la nueva
época, lo que despertó enconadas discusiones entre los delegados de las dos
potencias aliadas, por parte de los Estados Unidos, H.D. White, y, por la de
Reino Unido, J.M. Keynes.
Varoufakis refiere, a
propósito de las arduas negociaciones, unas palabras de Keynes: “Hemos tenido
que ejecutar a una y al mismo tiempo las tareas propias del economista, del
financiero, del político, del periodista, del propagandista, del abogado, del
estadista… incluso, creo, del profeta y del adivino”.
Keynes llegó a proponer
la creación de una “unión monetaria internacional”, una única moneda (el
“bancor”) con su propio banco central e instituciones. Esta unión garantizaría a cada país una línea de
crédito, sin interés, y el acceso a préstamos a tipo de interés fijo, por lo
que los países deficitarios podrían estimular la demanda interna sin tener que
devaluar la moneda. Además, los países con excedentes comerciales excesivos
serían penalizados con el pago de un interés, lo que llevaría aparejado que su
moneda se revalorizase. Estas penalizaciones se canalizarían hacia los países
deficitarios a través de préstamos. Así, no se experimentarían las dificultades
que se originan cuando economías dispares están vinculadas monetariamente. Esta
tesis, reivindicada en tiempos recientes por Strauss-Kahn, antes de su caída en
desgracia, no prosperó, sobre todo por la negativa norteamericana, país que
disponía, al parecer, de su propio plan global, como enseguida veremos.
El problema, en
general, de las uniones monetarias y de los Estados federados, implica que los
flujos de comercio y de capital pueden permanecer “sistemáticamente
desequilibrados durante décadas, cuando no siglos”, y, “pase lo que pase, algunas
regiones de un país […] siempre presentarán un superávit en sus operaciones
comerciales con otras regiones”.
Se deben establecer
mecanismos para la compensación de estos desequilibrios. Si cada país o región
tiene su propia moneda, los desequilibrios se amortiguan con los tipos de
cambio, por medio de devaluaciones por lo habitual. Cuanto la moneda de una
región económica es la misma, es necesario “algún mecanismo para reciclar los
excedentes de las regiones excedentarias […] hacia las regiones deficitarias”,
vía transferencias, o, mucho mejor, “en forma de inversiones productivas y
rentables en las regiones deficitarias” (esta es la clave, por ejemplo, del
éxito de los Estados Unidos y del fracaso de la Unión Europea: la existencia,
en el primer caso, y la ausencia, en el segundo, de mecanismos compensatorios).
Las inaceptadas tesis
de Keynes perseguían el establecimiento de un mecanismo de compensación global
que sirviera para reciclar los excedentes de unos países en relación con otros,
pues una pequeña grieta en un sistema mal concebido se podría abrir bajo los
pies de los participantes en el mismo y hundirlos hasta las simas del abismo,
con desastrosas consecuencias, en un círculo vicioso de deuda, deflación y
derrumbe de la demanda.
El sistema de tipos de
cambio vinculados al dólar dentro de una limitada franja, que finalmente fue el
modelo que se impuso, no sería lo bastante sólido par vencer estas tensiones,
como mostraron los hechos de 1971. Opina Varoufakis que la bestia, el minotauro
global, puso fin a este entramado y fue liberada en dicho año, cuando
desapareció el conocido como “sistema Bretton Woods” de tipos de cambio,
erigido en torno al dólar y a la conversión a demanda del dólar en oro conforme
a un tipo fijo (35 dólares por onza de oro).
En esos días de
reuniones en Bretton Woods vieron la luz el Fondo Monetario Internacional y el
Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, este último más conocido,
simplemente, como el Banco Mundial. El Fondo Monetario Internacional socorrería
a los países con desequilibrios fiscales, facilitando préstamos sujetos a
estricta condicionalidad (lo que, apostillamos, nos suena, dado que esta fue la
medicina aplicada a España en 2012 en virtud del Memorando de Entendimiento
suscrito por el Gobierno con la troika para el rescate del sistema financiero),
y el Banco Mundial actuaría como banco de inversión internacional, para
canalizar inversiones productivas hacia países devastados por la guerra.
Y a la par que se
consolidó este nuevo orden y estas nuevas instituciones, se forjó, si creemos a
Varoufakis, el plan global, ideado por James Forrestal (Secretario de Defensa),
James Byrnes (Secretario de Estado), George Kennan (director del equipo de
planificación política del Departamento de Estado) y Dean Acheson (quien
participó activamente en los acuerdos de Bretton Woods y en el Plan Marshall,
por ejemplo): “los Estados Unidos exportarían bienes y capital a Europa y Japón
a cambio de inversiones directas y clientelismo político, una hegemonía basada
en la financiación directa de centros capitalistas extranjeros a cambio de un
excedente comercial americano para ellos”.
Como subsistemas de
este entramado, eran necesarias dos economías que sirvieran de complemento a la
norteamericana. Estas dos economías serían las de las dos potencias del Eje que
habían sido derrotadas y destruidas en su práctica totalidad: Alemania y Japón.
Gran Bretaña, el aliado de los Estados Unidos, quedaba relegada a un plano
secundario.
Pero, ¿por qué Alemania
y Japón? “Ambos países se habían vuelto dignos de confianza (gracias a la
abrumadora presencia del ejército estadounidense); ambos contaban con sólidas
bases industriales, y ambos ofrecían una mano de obra altamente especializada y
un pueblo que abrazaría la oportunidad de levantarse, cual fénix, de las
cenizas. Es más, ambos ofrecían considerables beneficios geoestratégicos con respecto
a la Unión Soviética”, zanja Varoufakis.
Fue necesario,
previamente, vencer algunas resistencias iniciales en los Estados Unidos, pero
el comienzo de la Guerra Fría confirmó la elección de estos dos países y el
correlativo apoyo que les habría de llegar: “nunca antes en la historia un
vencedor había apoyado a sociedades derrotadas por él poco antes para aumentar
su propio poder a largo plazo, convirtiéndolas, en el proceso, en gigantes
económicos”.
Así, el 5 de junio de
1947, George Marshall, Secretario de Estado de Truman, pronunció, en Harvard,
el discurso que se toma como origen del plan homónimo. Es discutible, pero,
para Varoufakis, “la idea central del Plan Marshall [la piedra angular del plan
global] era, sencillamente, salvar el capitalismo global de una crisis futura
como la de 1929”.
El Plan Marshall, que
se ofreció a la Unión Soviética pero esta rechazó, permitió “la estabilización
política y la creación de una demanda sostenible de productos manufacturados,
europeos y americanos”.
En 1948 se estableció
la Organización Europea para la Cooperación Económica (OECE), germen de la que
más tarde sería la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico
(OCDE). También es rechazable, o, al menos, objeto de seria discusión que, como
afirma abiertamente Varoufakis, las Comunidades Europeas (hoy día, la Unión
Europea) también sean hijas del plan global, sobre todo la Comunidad Europea
del Carbón y del Acero (CECA): “la realidad es que la integración europea fue
una grandiosa idea americana ejecutada por las altas esferas de la diplomacia
americana”.
En otro giro polémico,
Varoufakis afirma que los Estados Unidos asumieron una posición agresiva frente
a los movimientos de liberación del
Tercer Mundo y el proceso de descolonización, alentando el derrocamiento de
gobiernos legítimos y prestando soporte a regímenes autoritarios, todo esto en
función de su propio interés.
En este pretendido
proceso, las multinacionales norteamericanas obtuvieron importantes réditos, en
un ciclo que acercó a “administradores, financieros y capitanes de la
industria”. En todo este entramado habría jugado un papel de peso el denominado
“complejo militar-industrial”.
En retrospectiva,
concluye Varoufakis, el plan global fue un éxito, pues el mundo experimentó,
durante varias décadas, un período de “crecimiento legendario”.
Sin embargo, el plan
global pereció, precisamente, por carecer de un mecanismo objetivo que sirviera
para el reciclaje de los excedentes globales, como propuso Keynes, sin éxito, en
1944.
El comienzo del declive
se inició con la Guerra de Vietnam y sus formidables costes éticos, políticos y
económicos para los Estados Unidos. Los costes de dicha guerra y del programa
social de Lyndon Johnson (la “Gran Sociedad”), provocaron que se disparara la
deuda pública. La convertibilidad dólar-oro comenzó a erosionarse, dada la
inundación mundial de dólares. En consecuencia, “cuando América se convirtió en
una nación deficitaria, el plan global no pudo evitar entrar en una salvaje
caída en picado”.
Aquí aparece en escena
Paul Volcker, en la época de Nixon, que lo nombró, en 1970, subsecretario del
tesoro para asuntos monetarios internacionales, con la tarea de informar al
Consejo de Seguridad Nacional, encabezado por Henry Kissinger. Al parecer, Volcker
ya propuso en 1971 la suspensión de la convertibilidad. En el verano de 1971,
Francia y Reino Unido trataron de transformar dólares en oro. Nixon decretó, el
15 de agosto de 1971, el fin de la convertibilidad. Así, interpreta Varoufakis,
“se desmoronó el plan global”, pero con mayor daño para Europa y para Japón que
para la potencia norteamericana.
De la defunción del
plan global surgió la dominación de la bestia, la era del minotauro global.
Las extremas tensiones
geopolíticas en torno a Israel en los años 70 del siglo XX y la creación en
esta década de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, provocaron
la subida del precio del barril de crudo. En paralelo, se dispararon los
precios de otras materias primas. En los países industrializados se desbocaron
la inflación y el desempleo (de esas fechas datan nuestros Pactos de la
Moncloa, en pleno cambio político).
Varoufakis regresa a
las explicaciones heterodoxas y considera que detrás de la subida de los
precios petróleo estaban, como alentadores, los Estados Unidos y sus aliados
(Irán, Indonesia, Venezuela). A los norteamericanos, siempre que el crudo se
negociara en dólares, parece que no les importaba demasiado que los precios
subieran.
Esta estrategia se
habría reforzado con la reducción de los costes laborales y el incremento de la
competitividad, es decir, con una fórmula adecuada para recibir inversión
exterior.
Los excedentes de
“petrodólares”, acompañados de una política de tipos de interés elevados
(Volcker, ahora como presidente de la Reserva Federal, los alzó en 1981 al
21,5%, con el efecto colateral de la práctica reducción de la inflación),
permitió que afloraran grandes cantidades de dólares en los Estados Unidos a
través de las tuberías conducentes a Wall Street.
Si el daño fue más o
menos bien encajado por los norteamericanos, los japoneses y los europeos lo
pasaron mucho peor, al carecer de petróleo y de margen de maniobra.
De esta forma, se pudo
seguir alimentando el déficit gemelo norteamericano, a costa de alimentar a la
bestia.
Los Estados Unidos se
percataron del fin de ciclo, y decidieron sacar el máximo partido antes del
derrumbe final del plan global. Los norteamericanos optaron “por lanzar a la
economía mundial hacia un flujo caótico, pero extrañamente controlado, hacia el
laberinto del minotauro global”.
El tributo rendido al
Minotauro mitológico se ofrecía por la fuerza, pero la afluencia de capital
dirigido hacia los Estados Unidos se originó de forma voluntaria. Varoufakis lo
explica gracias a los conocidos como “cuatro carismas del minotauro” y su insuperable
“vis atractiva”:
Carisma uno: condición
de moneda de reserva del dólar. Ante situaciones de crisis, los capitales,
contradictoriamente, fluyeron hacia los Estados Unidos. Además, las materias
primas se pagaban, aunque no intervinieran empresas de los Estados Unidos, en
dólares.
Carisma dos: costes
energéticos crecientes. Como se mencionó anteriormente, el incremento del
precio del crudo no fue tan perjudicial para los Estados Unidos. Además, los
ingresos derivados de la búsqueda de alternativas energéticas por otros países
como Alemania o Japón se reinvirtieron en o con la participación de Wall
Street.
Carisma tres: mano de
obra productiva y abaratada. Se produjo el inicio de una tendencia que no nos
es desconocida, consistente en la limitación de los salarios reales y el
incremento de la productividad, lo que provocó que se dispararan los beneficios
corporativos.
Carisma cuatro: poder
geopolítico. El poder geopolítico y militar americano sirvió de envolvente a
los anteriores tres carismas.
La afluencia de
capital, incentivada por los cuatro carismas, “alimentó los déficits
estadounidenses hasta tal punto que pronto comenzaron a parecerse a una bestia
mitológica, a un minotauro global de cuya presencia se hizo dependiente la
economía de los Estados Unidos y cuya afluencia se extendió rápidamente a todas
las regiones del globo”.
“Los cuidadores del
minotauro (estrategas como Henry Kissinger y Paul Volcker) tenían que intentar
gobernar mediante el desequilibrio; dominar mediante la desestabilización;
imponerse mediante la confusión. Estas maniobras desestabilizadoras, que
amenazaban con socavar el orden internacional, eran contrarrestadas por el
aspecto más intrigante del minotauro: el hecho de que funcionaba exactamente
igual que un mecanismo global de reciclaje de excedentes, un extraño,
peculiarísimo y terriblemente ingobernable mecanismo global de reciclaje de
excedentes; pero mecanismo global de reciclaje de excedentes, al fin y al cabo.
De hecho, funcionaba precisamente al contrario de cómo había funcionado el mecanismo
global de reciclaje de excedentes original durante el plan global. Bajo el mecanismo
global de reciclaje de excedentes del plan global, los Estados Unidos eran un
país que acumulaba excedentes con el prudente propósito de reciclar parte de
ellos en Europa occidental y Japón, creando así la demanda para sus propias
exportaciones y además para las exportaciones de sus protegidos (principalmente
Alemania y Japón). En marcado contraste, el minotauro global funcionaba al
revés: América absorbía el capital
excedentario de otros, que luego reciclaba comprando sus exportaciones”.
La llegada de la crisis
de 2008, con todas sus derivaciones, tras la llamada “Gran Moderación”, era la
lógica consecuencia del inestable reinado del minotauro global, que entonces
llegó a su fin: con el crash “el
minotauro quedó herido en su laberinto, demasiado enfermo para seguir
consumiendo suficientes excedentes de Europa, Japón, China y el Sudeste
Asiático para evitar que sus economías se estancasen”.
El tiempo dirá quién
sucede al caído minotauro, en un proceso en que se habrán de superar riesgos reales
y potencialmente letales (“si el período anterior a 2008 era insostenible, el
período posterior a 2008 está repleto de tensiones que amenazan a las
generaciones futuras con un tumulto que la mente no alcanza siquiera a
imaginar”).
Es resumen, esta es la
tesis de Varoufakis, que desde luego es atrevida, a veces quizás en exceso. A
pesar de todo, hay reflexiones que nos parecen muy sugerentes, del pasado, del
presente y de los futuros posibles (aún son varios, afortunadamente, los
posibles futuros, lo que da algo de margen para decidir) de índole no sólo
económica y financiera, sino también política y de poder puro.
A cada lector le
incumbe alcanzar sus propias conclusiones, aunque, sorprendentemente, la del
mismo Varoufakis es que en la nueva época posterior al minotauro global
“América debe seguir liderando”.