En el mundo tecnificado y sumamente complejo en el que nos desenvolvemos es fácil perderse o, desde una falsa sensación de sofisticación y autosuficiencia, ser presa de la superficialidad. Tanto en un caso como en otro, los riesgos son evidentes, no solo para los afectados individualmente considerados, sino también para el sistema, pues los extravíos de muchos pueden tener consecuencias perniciosas, como el famoso concepto de «riesgo sistémico» denota, para todos. Tener sólidas referencias o una buena brújula para no perder el norte es imprescindible.
El sistema financiero
no es ajeno a esta realidad. La globalización, un fenómeno que no es tan nuevo
como podríamos creer y que ya tuvo un compacto antecedente a finales del siglo
XIX y comienzos del XX con la «Belle Époque», ha provocado que las entidades
financieras canalicen los pagos inherentes a las relaciones comerciales
mundiales, en las que la libre circulación de todos los elementos productivos,
particularmente la del capital, se encuentra firmemente anclada.
Este papel de
intermediación en los pagos entre partes que entablan relaciones comerciales a
pesar de la distancia física ya lo encontramos en la misma médula de la centenaria
actividad bancaria, junto con la otra «pata» tradicional del negocio bancario,
la captación de depósitos para la concesión de créditos (en este sentido, véase
el art. 1.1 de la Ley 10/2014, de 26 de junio, de ordenación, supervisión y
solvencia de entidades de crédito).
Hacer banca fue durante
mucho tiempo algo «simple y aburrido», y, ya en el siglo XX, se acuñó la
conocida como «regla 3-6-3», consistente en pagar el 3% a los depositantes,
prestar el dinero al 6% y jugar al golf a las 3.
Sin embargo, la
actividad típicamente bancaria pronto excedió de los tradicionales moldes,
surgieron los bancos de inversión, y las entidades comenzaron a adentrarse en
otro tipo de actividades de diversa naturaleza, como en los mercados de
inversión y derivados o en los de seguros y fondos de pensiones. Así, fue
tomando forma un sistema financiero único pero asentado sobre tres pilares: la
banca, los valores y derivados, y los seguros y fondos de pensiones, cada uno
con sus propias reglas de funcionamiento, con una clientela con necesidades
diferenciadas y con sus propios supervisores.
Quizás, esta haya sido
una de las claves de la confusión reinante, que ha provocado que muchos
clientes, desde su sucursal bancaria de siempre, creyeran que contrataban un
depósito cuando lo que realmente estaban contratando eran participaciones
preferentes, un fondo de inversión o un «unit-linked», o que contrataban un
seguro cuando lo que realmente suscribían era un contrato de permuta
financiera.
Se ha echado de menos
una referencia, una brújula, que pusiera de manifiesto de manera comprensible y
sistematizada este tránsito de un modelo bancario simple a otro financiero y complejo.
La obra de Fernando
Zunzunegui que comentamos es una seria candidata para ocupar este espacio tan
necesario, para que de veras se pueda recuperar la confianza de los ciudadanos
en el sistema financiero, más allá del simple lavado de cara.
El título de la obra
muestra a las claras que los bancos ofrecen, permítase la tautología, servicios
bancarios, pero también otros de diversa índole como son los de inversión: «La
prestación habitual de servicios de inversión está reservada a las empresas que
reciben esa denominación y a las entidades de crédito» (pág. 38).
El enfoque es
pertinente, pues la imbricación de las entidades de crédito, como son los
bancos, y las empresas de servicios de inversión es plena. Merece ser traído a
colación el preámbulo del Real Decreto 358/2015, de 8 de mayo: «en tanto que
entidades de crédito y empresas de servicios de inversión se encuentran
sometidas en muchas ocasiones a riesgos similares, se justifica una regulación
común en materia prudencial».
Esta posibilidad de que
los bancos presten servicios de inversión, con la cobertura de los arts. 64 y
65 de la Ley del Mercado de Valores, no es reprobable de por sí, pero merece
ser explicada y conocida por la clientela de las entidades, pues no es igual,
por ejemplo, invertir en pagarés, no cubiertos por el Fondo de Garantía de
Depósitos, que ahorrar mediante una imposición a plazo fijo, que sí lo está
(sin menoscabo de que cada vez es más palpable que todo activo financiero lleva
en mayor o menor medida la semilla del riesgo, como se desprende de los procesos
de «bail-in» regulados en la normativa europea de reestructuración y resolución
de entidades de crédito y empresas de servicios de inversión).
En la misma estructura
del libro se nota que Fernando Zunzunegui es profesor y asiduo del foro, pues
el esquema de la obra es «el tradicional en la docencia comenzando por la
teoría, con el complemento de la jurisprudencia, casos prácticos y legislación»
(pág. 8).
Dada la amplia
litigiosidad relacionada con el sector financiero, que provoca que sean «miles
las sentencias de nulidad o indemnización» (pág. 7), es particularmente
interesante la selección y sistematización de las resoluciones judiciales más
relevantes, así como la pormenorizada exposición práctica relacionada con las preferentes
y los «swaps», que, probablemente, junto la ligada a la cláusula suelo, se han
erigido en la principal fuente de
conflictos entre las entidades y la clientela.
Nos ha parecido
especialmente ameno el capítulo primero («La regulación financiera y la
responsabilidad de la banca»), pues, más allá de las controversias y de los
litigios, aglutina todo el saber del autor, que radiografía el sistema
financiero para mostrarnos en su desnudez el esqueleto que le sirve de sustento
y el tránsito, anteriormente referido, de un modelo de banca a otro, lo que no
se puede desligar de la globalización y del «boom» tecnológico.
Obviamente, la ley nacional
y el reglamento patrio de desarrollo han quedado superados por una base
institucional y normativa internacionales, que acarrea la consolidación del
concepto innovador de la «regulación». Las fuentes materiales de la regulación
las hallamos, por ejemplo, en el Fondo Monetario Internacional (FMI), en el
Banco Mundial o en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo
Económico (OCDE), que trabajan en estrecha colaboración con la industria
financiera y firmas internacionales de abogados, lo que ya, de partida, puede
llevar a que nos planteemos la legitimidad democrática de las reglas aprobadas.
En este contexto, «los
Estados nacionales pierden poder normativo y se limitan en muchos casos a
incorporar a sus ordenamientos las soluciones alcanzadas por los organismos
profesionales» (pág. 18).
Una consecuencia de
este modo de hacer las cosas es que la protección del cliente de servicios
financieros puede ser más nominal que real, de lo que se podría desprender una
pérdida de confianza, sin la cual «no se pueden prestar servicios financieros»
(pág. 24).
Europa, por su parte,
ha debido, impelida por la necesidad, uniformar y aproximar sus sistemas
financieros, en primer lugar mediante la creación de los supervisores europeos
en el ámbito de la banca (EBA, por sus siglas en inglés), mercados y valores
(ESMA, en inglés) y seguros y pensiones de jubilación (en inglés, EIOPA). Pero
la medida más atrevida ha sido, sin duda, la puesta en marcha del Mecanismo
Único de Supervisión (MUS) y la supervisión directa por el Banco Central
Europeo (BCE) de las entidades bancarias significativas. De todo ello se da
cuenta en libro.
En los siguientes
capítulos se analizan los servicios de inversión y los elevados estándares de
protección que se deben respetar por los oferentes de los servicios; el
contrato de intermediación; el contrato de gestión de carteras; el contrato de
asesoramiento de inversiones; el contrato de colocación y aseguramiento de
emisiones; el contrato de custodia y administración de valores; un prolijo y
detallado análisis jurisprudencial; los casos prácticos sobre preferentes y
«swaps» y, por último, se expone el marco regulatorio sobre las normas de
conducta.
En conclusión, tanto el
lector de un perfil más académico como el abogado ejerciente, ya sea por parte
de los clientes o de las propias entidades bancarias o empresas de servicios de
inversión, podrán obtener elevados réditos de la obra, incurriendo en pocos
riesgos.
Tanto desde el punto de
vista teórico como práctico, la obra nos parece imprescindible, pues pocos
autores de nuestro panorama mercantil dominan los entresijos del sistema
financiero como Fernando Zunzunegui, que quizás sea quien más esté
contribuyendo a la formación de un Derecho del Mercado Financiero como rama
autónoma e independiente.
Fernando Zunzunegui,
como Virgilio en la Divina Comedia, nos muestra la mala praxis, los aspectos
«más infernales» del sistema financiero, con todo el sufrimiento que se ha
generado en los últimos años, pero creemos que de la recta comprensión de lo
que postula se puede derivar, igualmente, la contemplación no de lo más bello,
pero sí de los aspectos más útiles de un sistema financiero del que una
sociedad avanzada no se puede permitir el lujo de prescindir.
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