Ha
pasado una década desde el comienzo de una crisis financiera sobre la que se
sigue discutiendo, como acredita la reciente constitución parlamentaria de la
“Comisión de Investigación sobre la crisis financiera de España y el programa
de asistencia financiera”, sin que, como si aquella fuera un elemento viscoso y
pegajoso, se vislumbre el momento en el que sean superadas las
autojustificaciones y los reproches, en el que se pueda pasar página y encarar
el futuro.
Los
tópicos, aunque insuficientes e inexactos, son útiles e incluso necesarios en una
sociedad definida por la superficialidad y por el uso masivo de las redes
sociales como vía para acceder a la información. Los bancos tradicionales
tienen muy mala reputación entre la ciudadanía. La percepción de que la crisis
fue originada —exclusivamente— por los bancos está bien implantada entre
nosotros, sin que se haya tratado de ir más allá de lo evidente para encontrar
otras causas o explicaciones más profundas y complejas.
El
Premio Nobel de Economía Robert Shiller ha destacado en su obra “Las finanzas
en una sociedad justa” que, a pesar de que el público percibe la centralidad,
la sobriedad y la seguridad de los bancos, cuyos dirigentes, de hecho, guían a
la comunidad entera, una especie de rabia se enciende siempre que hay una
crisis bancaria y los gobiernos del mundo acuden al rescate de sus intereses.
Han
escaseado enseñanzas, sin embargo, como las de Raghuram Rajan, quien fue
economista jefe del Fondo Monetario Internacional y, más tarde, gobernador del
Banco Central de la India. Rajan afirma en su obra “Grietas del sistema”
(“Fault lines” en inglés), en relación con los Estados Unidos de América (¿con
validez también para España?), que, ante la constatación en los primeros años
90 del pasado siglo de que los ciudadanos tenían cada vez ingresos más reducidos,
la clase política comenzó a buscar formas rápidas para ayudarles —ciertamente,
más rápidas que la reforma educativa, que necesita décadas para producir
resultados—. Viviendas asequibles para grupos de bajos ingresos fue la
respuesta obvia, a lo que se unió un acceso fácil al crédito.
A
pesar de que no todas las culpas se deban atribuir al sector financiero, parece
justo que este deba responder de la factura de su rescate, aunque todos los
indicios apuntan a una financiación de una parte sustancial del mismo por parte
del contribuyente.
No
obstante, hay ocasiones en las que se percibe que, para algunos, el “castigo”
debe ser todavía mayor, y se pretende que el sistema financiero responda de
“culpas ajenas”, como veremos más adelante.
Si
atendemos a las fechas de algunas de las propuestas históricas para imponer
tributos específicos sobre la actividad de las entidades financieras, resulta
que algunas de las más relevantes se han formulado justo a continuación de
etapas de profunda crisis económica. Por ejemplo, en lo que afecta al impuesto
sobre las transacciones financieras, Keynes se posicionó a su favor en la época
de la Gran Depresión y Stiglitz tras el crac bursátil de 1987. Por ello, no es
extraño que el debate para gravar con más intensidad a las entidades
financieras se haya reabierto coincidiendo con la Gran Recesión de 2008 y los
años posteriores en los que se han exteriorizado sus duras secuelas, no tanto
como castigo sino como medio para compensar los dispendios públicos y limitar
para lo sucesivo la asunción de riesgos excesivos en el desarrollo de su
actividad (lo que quizás, en este último caso, se debería acometer más bien a
través de la regulación financiera antes que desde el ámbito de la
tributación).
Pero
el establecimiento de este tipo de impuestos no es sencillo técnicamente. La
tensión a la que se somete una libertad como la libre circulación de capitales,
que se puede considerar plenamente vigente a escala global —a pesar de los
escarceos del presidente Trump con el proteccionismo—, y, especialmente, en un
mercado interior como el de la Unión Europea, implica que si la tributación de
un elemento tan móvil como es el capital, en sus diversas modalidades, no va
acompañada de una extraordinaria colaboración e intercambio de información
entre Estados, este objetivo puede ser vano o, lo que es peor, perjudicial o contraproducente
para la actividad económica.
Hay
un riesgo real de que las rentas originadas en un país puedan buscar otros
países de fiscalidad más favorable, erosionando la capacidad recaudatoria que
se pretende reforzar. Como advirtió la Fundación Ideas respecto a la
“competencia fiscal” entre países: “dada la rápida movilidad internacional del
capital, el hecho de que un país recaude impuestos sobre las transacciones
financieras podría generar movimientos para trasladar los servicios financieros
fuera de dicho país” (“Impuestos pare frenar la especulación financiera.
Propuestas para el G-20”, mayo de 2010).
El
Comité Económico y Social Europeo ha señalado explícitamente que se debe
aplicar “el máximo esfuerzo para que se efectúe la introducción del impuesto a
nivel mundial («Dictamen del Comité Económico y Social Europeo sobre la “Propuesta
de Directiva del Consejo relativa a un sistema común del impuesto sobre las
transacciones financieras y por la que se modifica la Directiva 2008/7/CE”»,
COM (2011) 594 final, 2012/C 181/11). La dificultad para alcanzar esta
aspiración no merece más comentario.
Estas
complicaciones se redoblan en el caso de la Unión Europea, en la que uno de los
28 Estados miembros (Reino Unido, la nación más beligerante en contra de un
impuesto sobre las transacciones financieras europeo) va a abandonar el
proyecto común, y, de los 27 Estados restantes, 19 son parte del euro, en tanto
que los ocho restantes países conservan sus propias divisas. No es de extrañar que
los intentos de establecer un impuesto sobre las transacciones financieras en
Europa hayan fracasado tanto en 2011 como en 2013, y que este proyecto en
hibernación siga interesando, tan solo, a una decena de los países de la Unión
Europea, entre ellos España.
En
los primeros días de 2018 se ha vuelto a plantear por algunos representantes
políticos españoles la posibilidad de crear un impuesto sobre las transacciones
financieras: nada nuevo según lo expuesto. Más novedoso es que se promueva que
los bancos paguen un recargo del 8% en el Impuesto sobre Sociedades para
aplicarlo a la reducción del déficit de la Seguridad Social.
Si
lo primero (el impuesto sobre las transacciones financieras) no se proyecta y
ejecuta desde el ámbito internacional, unas entidades bancarias que empiezan a
ver la luz al final del túnel pero aún con una baja rentabilidad, sometidas a
la competencia de las entidades tecnológicas que ofrecen servicios financieros (“Fintech”),
con una carga sustancial de préstamos impagados (“non-performing loans”), en un
entorno de tipos de interés negativos y de cambio del modelo de negocio según
se solicita por el supervisor bancario (el Banco Central Europeo), pueden
sufrir, pues los ahorradores e inversores buscarían las jurisdicciones más favorables
fiscalmente para colocar sus depósitos y capitales.
En
cuanto a lo segundo, esto es, la financiación del déficit de la Seguridad
Social con cargo directo al sector financiero, nos parece un parche insólito. Antes
bien, habría que apostar por el rejuvenecimiento de la sociedad, la generación
de trabajo de calidad y la restauración de una adecuada relación entre los cotizantes
y los pensionistas.
Recuperar
la confianza del cliente —y del contribuyente— en el sector financiero a golpe
de más tributación no parece, en principio, la vía más idónea ni efectiva, con
la paradoja de que serán las entidades que mejor paradas han salido de la
crisis, las que han sido más conservadoras y prudentes, las que tendrán que
pagar la cuenta dejada por muchas entidades inexistentes en la actualidad o la deuda
generada por una situación con la que no guardan relación alguna (la de la
Seguridad Social).
En
todo caso, como en cualquier empresa, los mayores costes en los que los bancos
puedan incurrir terminarán siendo repercutidos a los clientes, quienes verán
incrementarse los precios de los servicios demandados o disminuir los retornos
esperados por sus ahorros e inversiones. La misma Comisión Europea ha admitido
expresamente este posible efecto (“Comunicación de la Comisión al Parlamento
Europeo, al Consejo, al Comité Económico y Social Europeo y al Comité de las
Regiones. Fiscalidad del Sector Financiero”, COM (2010) 549 final, 7 de
octubre).
En
fin, cualquier movimiento, más allá de los intereses particulares, debe ser
cuidadosamente meditado, incluso antes de ser anunciado.