El
mes de agosto es, en principio, y a salvo de algunos sectores, como el de
servicios, que hacen su agosto en él, el más abundante de tiempo para una buena
parte de los integrantes de nuestra sociedad.
El
mismo Jefferson, expresa y ampliamente citado y transcrito por Max Weber en “La
ética protestante y el espíritu del capitalismo”, aborrecería este despilfarro,
peor que el del dinero. Su lema —el de Jefferson— era aprovechar el tiempo al máximo,
gastar lo mínimo en lo superfluo y lo máximo en lo productivo como vía para
agradar a Dios y, como reflejo de ello, acrecentar la riqueza propia (y,
probablemente, según Adam Smith, la de todo el colectivo).
Tenemos
pendiente de analizar con cierta profundidad cuando tengamos la suficiente
disponibilidad la relación del tiempo con las finanzas, pero, aprovechando el
sopor de este de cinco de agosto, al abrigo del aire acondicionado, dejamos
algunas notas escritas para su ulterior desarrollo.
Que
el tiempo sea limitado no parece importar ni a los diseñadores, ni a los
comercializadores ni a los inversores en determinados instrumentos financieros,
como los bonos perpetuos, sin fecha definida de vencimiento. Tampoco las acciones
tienen, por lo general, fecha de amortización —con el inteligente contrapunto
de los mercados secundarios como vía para proveer liquidez— aunque raramente
encontramos sociedades anónimas que perduren varias generaciones, lo que
muestra que estas distan mucho de ser eternas.
El
tiempo determina el interés a percibir por los depositantes e inversores,
partiendo de la fórmula más simple de “capital por rédito dividido por tiempo”.
Si no fuera porque el tiempo se nos escapa de las manos, no nos importaría mantener
una inversión, incluso con un bajo tipo de interés, durante años o decenas de
años, para después invertir o gastar a discreción, pero la incertidumbre sobre
el tiempo del que disponemos, el peso de la inflación o la presión fiscal nos
compelen a buscar rentabilidades aceptables en periodos razonables (años, bienios
o lustros, a lo sumo), aún a costa, en ocasiones, de arriesgar el capital.
La
anterior idea parece haber sido tenida muy en cuenta por algunos gestores de
entidades bancarias, que, conocedores de la perentoriedad del tiempo y de su
propia posición, decidieron generar enormes y ficticios beneficios a los que
ligaron una millonaria retribución variable. Los rescates bancarios, el aumento
de la deuda pública, las cláusulas de retención de la remuneración y de
devolución de cantidades (“clawback”) son otra historia, pero que también
muestran la relación temporal entre unas y otras generaciones.
Durante
decenas de miles de años la humanidad no fue capaz de escapar del bucle del
autoabastecimiento y de la permuta. El avance social, político y económico
estuvo absolutamente limitado. La rapidez con la que se ha propagado el
progreso por todos los confines de la tierra obedece en buena medida a la
implantación del sistema capitalista (si algún día hubo una posible
alternativa, ya parece que no la hay). Pero ahora no nos interesa referirnos al
capitalismo como modo de producción, sino como nexo entre el presente y el
futuro, como modo de burlar el transcurso natural del tiempo en beneficio de
las personas.
Yuval
Noah Harari lo expresa adecuadamente en “Sapiens. De animales a dioses”, al
exponer el que denomina el “dilema del emprendedor”:
“La
humanidad estuvo atrapada en este brete durante miles de años. Como resultado,
las economías permanecieron congeladas. La manera de salir de la trampa no se
descubrió hasta época moderna, con la aparición de un nuevo sistema basado en
la confianza en el futuro. En él, la gente acordó representar bienes
imaginarios (bienes que no existían en el presente) con un tipo de dinero
especial al que llamaron `crédito´. El crédito nos permite construir el
presente a expensas del futuro. Se basa en la suposición de que es seguro que
nuestros recursos futuros serán muchos más abundantes que nuestros recursos
actuales. Hay toda una serie de oportunidades nuevas y magníficas que se abren
ante nosotros si podemos construir cosas en el presente utilizando los ingresos
futuros”.
En
este extracto no se cita expresa y directamente la función desempeñada por el
dinero, pero, lógicamente, su creación es un paso previo para la extensión del
crédito. El dinero permite acumular el valor de bienes perecederos, y sirve de
unidad de cuenta y como instrumento de pago.
Para
el debate queda que el futuro siempre haya de ser más brillante que el
presente, y la relación de esta afirmación con la finitud de los recursos
naturales y la viabilidad a largo plazo de nuestra actual forma de vida.
Lo
extraordinario es que los humanos llevan dos millones de años poblando el planeta,
pero este gran avance, primero filosófico y luego material, no tiene más de
quinientos años, así como que de seguir por el camino actual nadie pueda
garantizarnos otros quinientos años de existencia como especie.
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