«Faber est suae quisque fortunae»

(Apio Claudio)

«Hinc tibi certandi bona parcendique uoluptas:

quos timuit superat, quos superauit amat»

(Rutilio Namaciano)

domingo, 13 de agosto de 2017

Litoral y la "Generación del 27"

Con algo de demora por fin he podido, en el mes de agosto, visitar el impresionante Museo de Málaga (edificio del Palacio de la Aduana), que aglutina Historia, cultura y arte. En él se pueden conocer la Prehistoria malagueña, las épocas fenicia —especialmente impactante es el sepulcro del siglo VI a. C. de un guerrero con casco corintio—, romana, bizantina, musulmana… hasta llegar al esplendoroso siglo XIX, en el que Málaga —la primera en el peligro de la libertad— se abrió, gracias al comercio, al mundo, convirtiéndose en una ciudad emprendedora y próspera. Por diversos motivos que ahora no viene al caso exponer, la posición de preeminencia malacitana decayó entrado el siglo XX hasta cotas mucho más modestas.

Está demostrado que la riqueza material permite el desarrollo de la actividad cultural y artística, que surjan vocaciones autóctonas y el desembarco, en respuesta a la aparición de mecenas y de un mercado del arte, de artistas de otras latitudes. El resultado de ello, y nuestra ciudad abierta es una buena muestra, es que llega un punto en el que todas las tendencias se funden en un “crisol malagueño”, vario y plural, que pasa a ser patrimonio de todos, en el sentido más amplio de “universal” (qué mejor ejemplo que el de un malagueño como Picasso). 

Las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, hasta el estallido de la fratricida e incivil Guerra Civil, originaron una efervescencia de cultura y arte en Málaga, lo que permitió a la urbe posicionarse en la primera plana de los panoramas nacional e internacional.

La segunda mitad del siglo XIX malagueño, con otro hijo ilustre de la ciudad como exponente, en este caso en el ámbito político, como fue Cánovas del Castillo, sin duda nos atrae, y a ella volveremos no con un “post” sino con un trabajo más ambicioso. Pero ahora nos queremos referir a la década de los “felices 20”, en pleno periodo de entreguerras, y a las tendencias más innovadoras, dentro y fuera de nuestras fronteras, que cuajaron en la conocida como “Generación del 27”, con derivaciones que incluso desembocaron en corrientes surrealistas, encarnadas, por ejemplo, en el onírico Dalí o en el cubista Picasso.

¿Cuál es la relación entre el Museo de Málaga y la “Generación del 27”? Además de las referencias más o menos explícitas que se pueden hallar en el Museo, en una de sus salas se proyecta un video de unos ocho minutos dedicado a la revista Litoral, que se afirma que destaca como la que “de manera más precisa y bella representa la estética de la llamada generación del 27” (Julio Neira, en el trabajo citado más abajo). Sus creadores fueron Emilio Prados y Manuel Altolaguirre. 

Míticos son los números 5, 6 y 7 de Litoral (octubre de 1927), de la época malagueña (1926-1929), centrados, como monográfico, en un homenaje a Luis de Góngora, en el que se pueden encontrar, entre otras, las firmas, en poemas, dibujos e incluso en piezas musicales, de Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Manuel Altolaguirre, José Bergamín, Luis Cernuda, Gerardo Diego, Federico García Lorca, Jorge Guillén, José Mª Hinojosa, Emilio Prados, Salvador Dalí, Picasso, Juan Gris y Manuel de Falla. La simple enumeración de estas personalidades causa emoción, y percatarnos de su participación en un mismo monográfico una honda sorpresa.

El primer número de la tercera etapa de la revista se publicó en Méjico en julio de 1944, y comienza con un homenaje a los perdedores de la Guerra Civil —sí es que en un conflicto de estas características hay, realmente, vencedores— encarnados en Federico, Miguel Hernández y Antonio Machado, que da paso, seguidamente, a un fragmento de un poema de Juan Ramón Jiménez.

La visualización del vídeo en el Museo de Málaga me ha llevado a retomar la lectura, por fin, del “Facsímil de los nueve números publicados entre 1926 y 1929 en Málaga, y de los tres números editados en 1944 en México”, editado por la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales en 2007, que viene antecedido por una nota de Julio Neira, a la que me remito para mayor detalle. Esta edición facsímil, una auténtica joya, me la hizo llegar Rafael Muñoz Zayas, a quien reitero mi agradecimiento, pues todos los senderos que me invita a transitar son enriquecedores.

Si Málaga vuelve a estar en este primer cuarto del siglo XXI en la vanguardia cultural internacional con museos como, además del mencionado de Málaga, el Picasso, la Casa Natal de Picasso, el Thyssen, el Pompidou o el Centro de Arte Contemporáneo, entre otros, no es que sea por generación espontánea, sino por el poso acumulado, por razones que no llegamos a comprender del todo, durante centurias. A este elenco hay que sumarle elementos históricos como la Catedral, el Teatro Romano, la Alcazaba o el Castillo de Gibralfaro, por ejemplo, por lo que la combinación es difícil de superar.

Sin salir de los últimos cien años, la relación de esta ciudad con la “Generación del 27” está más que acreditada, como muestra Litoral. Lo que nos duele es pensar que esta flor no llegó a germinar por la sinrazón de la guerra, y la pregunta que nos surge: adónde, en términos de creación artística, podría haber conducido esta conjunción única de artistas irrepetibles.

lunes, 7 de agosto de 2017

Juan Ramón Jiménez y su reclamación excesiva

Las cajas de ahorros lograron aunar la actividad financiera con la social. Su desaparición ha supuesto, sin duda, una pérdida irreparable desde ambos prismas.

El viejo modelo, ajeno a la dureza de los mercados, se basaba en la fuerte confianza que irradiaba e inspiraba en la clientela. Lamentablemente, como decimos, las cajas son parte del pasado.

Hoy día, las mejores cajas son fundaciones bancarias, pero, en términos agregados, estas, ni de lejos, aportan desde el punto de vista de la obra social lo que las cajas ofrecieron en sus mejores años.

Estas reflexiones las traigo a propósito del documento que me ha enviado desde Cádiz mi buen amigo y, ocasionalmente, mi secretario en determinado ámbito, Miguel Rodríguez Sánchez.

Se trata de la publicación “De la curiosa historia de una reclamación excesiva”, de Juan Ignacio Varela Gilabert, editada por la Caja de Ahorros de Cádiz en 1986, que forma parte, con el nº 4, de la serie “Fuentes Documentales”. La Caja de Cádiz, creada en 1885, es la más antigua de las cajas que se integraron en Unicaja, hoy transformada en Fundación Bancaria Unicaja, la cual, a su vez, es accionista de referencia de la entidad cotizada Unicaja Banco, S.A. 

Entiendo que las cuatro cartas manuscritas del poeta de Moguer y el resto de documentación cruzada con la Compañía Trasatlántica forman parte en la actualidad del archivo de la Fundación Bancaria Unicaja.

Del carácter complejo, incluso algo agrio, de Juan Ramón ya teníamos referencias bien fundadas, que se vienen a confirmar por lo que se desprende de esta anécdota, que se desarrolla entre 1915 y 1916, en la que se vio envuelto nuestro poeta galardonado con el Nobel en 1956. En ella podemos encontrar referencias a los Derechos Mercantil y Marítimo y al todavía no nacido a la sazón Derecho de Consumo.

Como relata Varela Gilabert, la anécdota comienza con el viaje de Zenobía Camprubí y su madre a Nueva York, en 1915, donde contrajo matrimonio con Juan Ramón, el regreso de ambos por barco (vapor “Montevideo”), ya desposados, en 1916, desde aquella ciudad a Cádiz y la reclamación presentada por el célebre poeta a su arribada, por medio de un notario, contra la Compañía Trasatlántica por deterioro de equipaje.

El documento que analizamos aglutina, entre otros, los escritos presentados por Carlos Barrie, agente de la Compañía Trasatlántica, al presidente de la misma, el segundo Marqués de Comillas, Claudio López y Bru, grande de España y hombre de negocios. El Marqués de Comillas era amigo del padre de Zenobia, Raimundo Camprubí, y, de hecho, aquel pide a Barrie por una carta de 23 de noviembre de 1915, que en el viaje de ida a Nueva York, la madre y la hija fueran atendidas “en todo”, “y que las recomiendes especialmente al Capitán, en mi nombre, proporcionándolas el más cómodo alojamiento que las circunstancias permitan”. 

A este cruce de correspondencia se unen cuatro cartas manuscritas del propio Juan Ramón Jiménez, las más valiosas, sin duda, de las que se recogen en el trabajo que comentamos.

El 23 de junio de 1916 Carlos Barrie informa a su presidente del incidente: “[…] seguramente el Sr. Don Juan Ramón Jiménez formulará ante usted alguna queja. Según parece el equipaje de bodegas de estos señores sufrió avería por mojadura y al abrirlo en la Aduana encontraron que una parte de su contenido estaba deteriorado”. Al parecer, según la misiva, Juan Ramón se presentó en las dependencias de la Compañía de forma “violenta”, “dejándose decir que él tenía la culpa por viajar en vapores que no eran de pasaje sino cargueros y otras frases por el estilo”. Puesto que el empleado no dio respuesta inmediata, “y la cuestión parece que se agrió”, fue requerida la presencia notarial para levantar acta de la reclamación. Barrie, que coincidió con el matrimonio por la noche en el Hotel de Francia en Cádiz, dio explicaciones a los cónyuges, que consideró que sirvieron para zanjar el asunto, dejando constancia en su carta del “carácter vidrioso y desagradable” de Juan Ramón.

En un escrito de 21 de junio de 1916 de Barrie a Juan Ramón, adjunto a la carta anterior, aquel solicitó a este una estimación del deterioro de los efectos contenidos en el equipaje (“un baúl mío [del poeta] y su contenido de ropa de vestir de señora y de caballero”).

Tras una carta de acuse de recibo, fechada el mismo día 21 de junio, el 22 de junio de 1916, día de la salida en tren hacia Sevilla del matrimonio, Juan Ramón se dirige a Barrie para indicarle que desea evaluar con exactitud los daños, por lo que, antes de concretar, pretende “haber visto detenidamente el contenido del baúl”.

Entretanto, Barrie investiga lo ocurrido, y comunica al Marqués de Comillas en una carta de 8 de julio de 1916 que “ningún otro bulto de equipajes ni de carga de los que estaban estivados (sic) en el mismo local que el baúl del Sr. Jiménez, ha salido averiado, ni con señales de haber estado mojado y que por ello están plenamente convencidos [el Sobrecargo y el Primer Oficial del `Montevideo´] de que la causa de la avería del equipaje del Sr. Jiménez, no es otra que el haber llegado a bordo completamente mojado y al estar, naturalmente, encerrado 12 días en la bodega, ha tenido que producirse el deterioro. Insisten en ello por constarles que el Sr. Jiménez llegó al muelle para embarcar en el `Montevideo´ en los momentos en que estaba lloviendo torrencialmente y su baúl venía en el techo del coche que lo conducía”.

En un informe del Sobrecargo a Barrie de 15 de julio de 1916, se confirma que el 7 de junio anterior, a la salida de Nueva York, “amaneció lloviendo torrencialmente y en estas condiciones de tiempo hubo que hacer las operaciones de embarque de pasaje y equipajes; muchos bultos ya venían mojados […]”. 

El 12 de julio de 1916 Juan Ramón escribe a Barrie y cuantifica los daños en 4.000 pesetas, toda una fortuna: “Después de un aprecio minucioso, sacamos un perjuicio de 4.000 pesetas por baúles, trajes de señora y caballero, pieles de señora, sombreros y zapatos de señora (de baile y de vestir) todo lo cual ha quedado inutilizado por el agua salada”. Para poner en valor esta cantidad, Varela Gilabert señala que 3.500 pesetas es lo que gana al año un catedrático, o 1.500 pesetas un profesor del Conservatorio de Madrid.

El 18 de julio de 1916 contesta Barrie, y recuerda a nuestro poeta que el 7 de junio llovía torrencialmente en Nueva York, así como que, según el Reglamento de Pasaje de la Trasatlántica, la indemnización máxima por daños en las pertenencias de los pasajeros asciende a 500 pesetas. En todo caso, señala que elevará el asunto a la Dirección de la Compañía, como así hace: el Marqués de Comillas, el 20 de julio de 1916, le insta a esperar el siguiente movimiento de Juan Ramón.

La respuesta del poeta no se hace esperar y el 23 de julio contesta, afirmando que la carga del baúl no se efectúo el 7 de junio sino el día anterior, día en que “hacía un sol espléndido”. Sutilmente escribe: “Es cierto que llovió el siguiente, pero mi equipaje no pudo sufrir, por mi culpa, de tal aguacero”. Concluye pidiendo a quién dirigirse para obtener la indemnización en su totalidad, y no solo en la octava parte de los perjuicios (500 pesetas).

Varela Gilabert trae a colación otro poema de Juan Ramón (“Remordimiento”), que podría mostrar la situación el 6 de junio, esto es, la víspera de la partida: “New York, cuarto vacío, entre baúles cerrados”. ¿A quién creer?

El 29 de julio de 1916 Barrie se dirige al Marqués de Comillas, quien, el 31 de julio, ordena el pago de las 4.000 pesetas. Barrie pide a la representación de la Compañía en Madrid, el 7 de agosto de 1916, que efectúe el pago “por razones especiales”. El mismo 7 de agosto cursa una misiva a Juan Ramón comunicándole las noticias y la decisión adoptada personalmente por el Marqués de Comillas.

El 16 de agosto de 1916 Juan Ramón Jiménez firma el recibí de las 4.000 pesetas.

Esta es la historia de la reclamación de Juan Ramón Jiménez a la Compañía Trasatlántica, de la que hemos tenido noticia por la acción de la obra social de una de las muchas cajas de ahorros que poblaron nuestro territorio. Lástima que muchas otras anécdotas de personajes clave de nuestra cultura, en apariencia superfluas, se pierdan en lo sucesivo por el camino, impidiéndonos tomar plena conciencia de nosotros mismos.

sábado, 5 de agosto de 2017

Tiempo y crédito

“Tiempo… el suficiente” (Roy Batty, “Blade Runner”)

El mes de agosto es, en principio, y a salvo de algunos sectores, como el de servicios, que hacen su agosto en él, el más abundante de tiempo para una buena parte de los integrantes de nuestra sociedad.

El mismo Jefferson, expresa y ampliamente citado y transcrito por Max Weber en “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, aborrecería este despilfarro, peor que el del dinero. Su lema —el de Jefferson— era aprovechar el tiempo al máximo, gastar lo mínimo en lo superfluo y lo máximo en lo productivo como vía para agradar a Dios y, como reflejo de ello, acrecentar la riqueza propia (y, probablemente, según Adam Smith, la de todo el colectivo).

Tenemos pendiente de analizar con cierta profundidad cuando tengamos la suficiente disponibilidad la relación del tiempo con las finanzas, pero, aprovechando el sopor de este de cinco de agosto, al abrigo del aire acondicionado, dejamos algunas notas escritas para su ulterior desarrollo.

Que el tiempo sea limitado no parece importar ni a los diseñadores, ni a los comercializadores ni a los inversores en determinados instrumentos financieros, como los bonos perpetuos, sin fecha definida de vencimiento. Tampoco las acciones tienen, por lo general, fecha de amortización —con el inteligente contrapunto de los mercados secundarios como vía para proveer liquidez— aunque raramente encontramos sociedades anónimas que perduren varias generaciones, lo que muestra que estas distan mucho de ser eternas.

El tiempo determina el interés a percibir por los depositantes e inversores, partiendo de la fórmula más simple de “capital por rédito dividido por tiempo”. Si no fuera porque el tiempo se nos escapa de las manos, no nos importaría mantener una inversión, incluso con un bajo tipo de interés, durante años o decenas de años, para después invertir o gastar a discreción, pero la incertidumbre sobre el tiempo del que disponemos, el peso de la inflación o la presión fiscal nos compelen a buscar rentabilidades aceptables en periodos razonables (años, bienios o lustros, a lo sumo), aún a costa, en ocasiones, de arriesgar el capital.

La anterior idea parece haber sido tenida muy en cuenta por algunos gestores de entidades bancarias, que, conocedores de la perentoriedad del tiempo y de su propia posición, decidieron generar enormes y ficticios beneficios a los que ligaron una millonaria retribución variable. Los rescates bancarios, el aumento de la deuda pública, las cláusulas de retención de la remuneración y de devolución de cantidades (“clawback”) son otra historia, pero que también muestran la relación temporal entre unas y otras generaciones.

Durante decenas de miles de años la humanidad no fue capaz de escapar del bucle del autoabastecimiento y de la permuta. El avance social, político y económico estuvo absolutamente limitado. La rapidez con la que se ha propagado el progreso por todos los confines de la tierra obedece en buena medida a la implantación del sistema capitalista (si algún día hubo una posible alternativa, ya parece que no la hay). Pero ahora no nos interesa referirnos al capitalismo como modo de producción, sino como nexo entre el presente y el futuro, como modo de burlar el transcurso natural del tiempo en beneficio de las personas.

Yuval Noah Harari lo expresa adecuadamente en “Sapiens. De animales a dioses”, al exponer el que denomina el “dilema del emprendedor”:

“La humanidad estuvo atrapada en este brete durante miles de años. Como resultado, las economías permanecieron congeladas. La manera de salir de la trampa no se descubrió hasta época moderna, con la aparición de un nuevo sistema basado en la confianza en el futuro. En él, la gente acordó representar bienes imaginarios (bienes que no existían en el presente) con un tipo de dinero especial al que llamaron `crédito´. El crédito nos permite construir el presente a expensas del futuro. Se basa en la suposición de que es seguro que nuestros recursos futuros serán muchos más abundantes que nuestros recursos actuales. Hay toda una serie de oportunidades nuevas y magníficas que se abren ante nosotros si podemos construir cosas en el presente utilizando los ingresos futuros”.

En este extracto no se cita expresa y directamente la función desempeñada por el dinero, pero, lógicamente, su creación es un paso previo para la extensión del crédito. El dinero permite acumular el valor de bienes perecederos, y sirve de unidad de cuenta y como instrumento de pago.

Para el debate queda que el futuro siempre haya de ser más brillante que el presente, y la relación de esta afirmación con la finitud de los recursos naturales y la viabilidad a largo plazo de nuestra actual forma de vida.

Lo extraordinario es que los humanos llevan dos millones de años poblando el planeta, pero este gran avance, primero filosófico y luego material, no tiene más de quinientos años, así como que de seguir por el camino actual nadie pueda garantizarnos otros quinientos años de existencia como especie.